Ilustración: Natalia Ragni: Aiter - www.ilustranaty.blogspot.com.ar
PREFACIO
Lo amé desde el preciso momento en que mis ojos
chocaron con su imagen, luego de que rodáramos por el suelo y él terminara por
apretar con su cuerpo el mío; o tal vez ahí fue que confirmé la sensación que
tuve un rato antes, cuando lo vi ingresar a las ruinas y lancé la primera
piedra buscando su atención…
…por él daría mi vida y mi muerte. Es parte
esencial de mi ser. Sin él no soy; mi existencia solo transcurre, sin ton ni
son, sin matices, sin alternancias, sin nada. Me limito a resistir y a esperar;
sin él no vivo…
…no me explico a qué se debe esa tremenda atracción
que ejerce sobre mí. Es como una obsesión o como una adicción muy difícil de
entender; tal vez solo baste con decir que me siento plena, que no me falta
nada, que podría morir en paz en su sola presencia…
…es un vínculo extraño el que nos une aunque él no
termine de entenderlo. Su subconsciente es mi aliado al no mostrarle con
claridad la situación, pero también es mi enemigo al no dejarlo ir más allá…
…sé que me ha abandonado aunque puedo asegurar que
percibo su presencia, que su halo me acompaña siempre y que sus pensamientos
están permanentemente en mí, y que con ellos me ha besado, me ha desnudado, ha
ultrajado mi cuerpo y mi alma, y me ha poseído de mil formas distintas; tal
como yo lo he hecho con él…
…también sé que un día cualquiera volverá y ese día
será el más feliz de mi vida… Y tal vez, solo tal vez, desde ese momento no
haya Cristo ni muerte que nos separe…
Capítulo
1
La
capilla
Estaba ubicada a un lado del camino de
colonia, prácticamente en medio de la nada, solo había campos: algunos
sembrados, otros con enmarañados montes de espinillos. Se tenía que observar a
la lejanía para encontrar alguna vivienda. Tenía aspecto de estar abandonada.
Los altos yuyos cubrían su entorno, además del sendero de ladrillos de la
entrada. Incluso la hiedra que tapizaba parte de sus paredes hacía pensar eso.
Llamaba la atención la casi ausencia de árboles alrededor de ella como
sumándose a tal condición. Decidí hacer un alto en el viaje y visitar o más
bien observar con la intención de saber el porqué del abandono. No era algo muy
asiduo encontrar una capilla en ese estado.
Cuando fui a abrir el portoncito de hierro
forjado enclavado entre dos postes de ñandubay me encontré con que estaba
cerrado con una gruesa cadena y un candado. Oxidados ambos en su totalidad,
clara muestra de que por allí hacía rato que nadie pasaba. Mi curiosidad iba en
franco ascenso. Trepé y sorteé por encima el alambre de púas. Llegué hasta la
pesada puerta de doble hoja de madera, ya corroída por el paso del tiempo sin
mantenimiento alguno. Me costó trabajo abrirla pero lo logré. Me invadió el
tufo caluroso a encierro de mucho tiempo y me sobresaltó el aletear de aves
que, en un primer momento creí eran palomas que habían tomado como vivienda la
otrora casa de Dios; pero no, eran búhos los invasores, ingresados seguramente
a través del campanario. La construcción no era muy sofisticada a diferencia de
la mayoría de las capillas o iglesias que conocía. Un extenso salón que tendría
unos veinticinco metros de largo por unos siete u ocho de ancho. Los bancos,
que en realidad no eran tales, estaban hechos de troncos de eucaliptos y
tablas, tal vez producto del mismo árbol, clavadas encima. Aún estaban
prolijamente ubicados a un lado y otro de un pasillo central que llevaba desde
la puerta de ingreso en línea recta hacia el altar. El techo estaba formado por
cabriadas de madera —refugio de los búhos— y chapas de zinc, lo cual
justificaba la alta temperatura que allí reinaba. En ambas paredes laterales, a
una altura de unos cuatro metros y casi en la totalidad de la extensión del
salón, había una hilera interminable de pequeños ventanales rectangulares, más
altos que anchos, con arco en la parte superior que cumplían la función de dar
claridad. Al fondo, o sea al frente de donde yo estaba parado, descansaba una imagen en escultura de
un santo que no identifiqué a la distancia. A un lado y al otro de la estatua,
dibujados simétricamente sobre el muro mismo, enfrentados, un par de ángeles en
actitud oratoria daban el marco adecuado al lugar. Al centro, delante de la
escultura, estaba el altar donde el párroco debía realizar los oficios
religiosos. Pero, lo que llamó poderosamente mi atención, era una gran cruz,
que tendría al menos cuatro metros de largo por dos y medio de ancho. Estaba
tendida en el suelo, delante del espacio que había entre los primeros bancos y el
sobre nivel donde estaba ubicado el altar, como que se hubiera caído. Me
acerqué a ella y confirmé mi suposición. Estaba hecha de madera dura, pesada, y
tanto en cada una de las puntas laterales como en el extremo superior estaban
atornilladas sendas cadenas. Miré hacia arriba y me percaté de que había estado
colgada. Lo raro de ello es que del techo pendían tres trozos similares a los
que estaban prendidos en la cruz, como si hubieran sido cortados a propósito
por alguna fuerza extraña.
Me sorprendió mi percepción y un
estremecimiento recorrió mi cuerpo a la vez que un sudor frío transitaba por mi
espalda en contraste con el calor reinante allí adentro. Resolví salir a tomar
aire, había algo en el lugar que no estaba bien a pesar de ser una capilla. Se respiraba
denso y hasta los pelillos de los brazos se me habían erizado sin que yo
pudiera dar una explicación sensata al respecto.
Tomé aire y recuperé la normalidad de mi
respiración. Recorrí los alrededores y me encontré con otro hecho que llamó mi
atención: debajo de los yuyos en varios sitios, a un lado y otro de la
construcción, había restos de troncos de árboles quemados casi al ras de la
tierra.
Con tantas incógnitas rondando en mi cabeza
no me había dado cuenta que, frente a la capilla y cruzando la calle, había
detenido su marcha una vieja camioneta Dodge con caja de madera. En su
interior, un hombre con aspecto de campesino me miraba por debajo del ala de un
sucio sombrero de paja, con una especie de sorna mezclada con maldad dibujada
en el rostro. Mascaba algo que, luego por su escupitajo, supe era tabaco. La
pinta del tipo no sé si infundía miedo pero sí al menos respeto. Barba larga,
descuidada, canosa. Vestía una camisa con cuadros leñadores. Por la ventanilla
de la camioneta asomaba un solo tirador que cruzaba su pecho y desaparecía tras
el hombro del otro lado.
—Oiga, se nota que usted no tiene problemas
por donde vive y se los viene a buscar acá. Yo que usted me largaría ya,
olvidándome de todo lo que pude haber visto ahí.
Sin más, expulsando un asqueroso escupitajo y
haciéndome una especie de venia con la mano derecha, se fue inmerso en el
ronroneo de su vieja camioneta.
Vaya
—pensé—, cuando detuve mi vehículo por
una simple curiosidad frente a la capilla jamás imaginé que media hora después
tendría tantas preguntas sin respuesta. Y eso no era algo muy de mi agrado.
Saqué mi cámara, le tomé una fotografía al objeto de mis interrogantes y me
alejé de allí con la intención de buscar alguna casa habitada en las cercanías
donde pudiera despejar dudas al respecto, no dándole demasiada importancia a la
advertencia del tipo.
Hice un par de kilómetros hasta encontrar
unas huellas que me llevaron a una vieja y destartalada tranquera de entrada a
una propiedad. Con un poco de esfuerzo la pude abrir, levantándola, ya que el
poste que la sostenía había cedido y a duras penas la soportaba y, por ende,
arrastraba en el suelo. Después de
transitar por un maltrecho camino que hizo bambolear mi viejo coche durante una
decena de centenares de metros, me recibió el ladrido de media docena de perros
enfurecidos, evidentemente no acostumbrados a recibir demasiadas visitas. Me
quedé adentro por temor a que me mordieran hasta que apareció una señora de
edad un tanto indefinida, aunque seguramente más de sesenta tendría, quien con
un solo chistido hizo desaparecer a todos los perros con la cola entre las
patas. Aproveché tal circunstancia, bajé y me dirigí a ella:
—Buenas tardes, señora.
Me respondió con un escueto:
—Buenas. ¿Qué quiere?
—Pasaba por el camino vecinal y me llamó la
atención la capilla abandonada y bueno… Quería saber más al respecto, si usted
tendría la amabilidad de informarme.
A medida que yo hablaba, su aspecto, ya de
por sí poco sociable, se iba tornando cada vez más intransigente.
—No hay nada que yo pueda decirle y nada que
usted necesite saber sobre eso.
Sin más, pegó media vuelta y se dirigió hacia
una especie de establo a continuar con sus tareas campestres que habían sido
momentáneamente interrumpidas. Volteé la vista y tal vez con intención, o no,
la fijé en la casa que estaba a unos treinta metros de allí. Fue automático el
desplazarse de un par de cortinas de otra igual cantidad de ventanas, por lo
cual deduje que al menos dos personas más habitaban aquel lugar. Como los
perros, en ausencia de la señora, estaban aproximándose peligrosamente, opté
por subir al auto e irme de allí con aún más interrogantes que los que había
llevado.
Visité un par más de vecinos con símil
resultado. Nadie largaba prenda sobre lo que pudo haber ocurrido en la capilla,
porque ya no me quedaban dudas de que algo había pasado, si no, ¿cuál sería el
motivo de querer ocultar algo que no sucedió? Al menos ese era mi razonamiento
e iba enfrascado en ello cuando sentí un golpe en la parte trasera de mi coche
que me hizo bambolear con brusquedad hacia atrás y hacia adelante. Aún no me
había recuperado de la sorpresa, cuando sentí otro golpe, más fuerte que el
anterior y el clásico ruido de chapa contra chapa producido en los choques.
Como pude desplacé el auto hacia un lado del camino y detuve la marcha. Cuando
fui a abrir la puerta para bajar, la vieja camioneta del campesino masca tabaco
se estacionó a centímetros de mi cara, no permitiéndome abrirla, por lo cual
supe que había sido él el autor de la agresión. Desde adentro y a través de la
ventanilla, me señalaba con una escopeta de doble caño, moviéndola en forma
amenazadora como si no fuera suficiente con su cara de loco y lo malvado de su
mirada.
—Ya le advertí una vez y esta es la última.
Lárguese y olvídese que estuvo aquí. Si lo veo rondando por acá dentro de una
hora, no hablaré yo, lo hará ella.
Me sugirió, agitando el arma de grueso
calibre. Soltó uno de sus asquerosos escupitajos, que pegó en el capó de mi
coche, y se fue, haciendo escarbar las ruedas traseras de su camioneta y
logrando hacerme tragar la tierra que se levantó.
Lo concreto fue, que la advertencia surtió su
efecto. Bajé a ver si los daños eran considerables. Solo abollones, así que
partí rumbo a alejarme de ese lugar. Lo tomaría como una mala experiencia y
como una cuestión sin resolver por más que me llamara poderosamente la
atención. Tenía la plena seguridad, recordando la cara endemoniada del
campesino, que el tipo iba a cumplir con la amenaza. Agregué el hecho a mi
carpeta de pendientes para algún día volver acompañado y así poder resolver el
enigma.
Habría transcurrido al menos un par de horas
de mi partida de la zona de la capilla cuando me encontré, siempre transitando
por caminos rurales, con unas casitas. En una de ellas un escueto cartel decía:
Despensa y Bar. Como ya iba un tanto cansado de manejar por esos caminos
zigzagueantes y en mal estado, sumado esto a los anteriores aconteceres que
habían alterado mi tranquilidad habitual, resolví hacer un alto con el fin de
estirar las piernas y tomar un trago.
Me acomodé en un viejo taburete y pedí un
tinto. Observé alrededor de mí. El lugar estaba dividido en dos sectores bien
diferenciados, la despensa allá y el bar acá. Un largo mostrador separaba el
sector de los clientes del propio del bolichero. Detrás de él, a un lado, había
una enorme y vieja heladera de madera, de esas con bisagras metálicas, donde se
conservaban las bebidas frescas. Al frente y hacia el otro lado, estaban
situadas unas interminables estanterías, llenas algunas, raleadas otras, de
bebidas, de todos los tipos y todas las edades, cubiertas de polvo. Se
adivinaban fácilmente aquellas que se ocupaban con más asiduidad porque tenían
los dedos del bolichero marcados. La suciedad no era algo que preocupaba allí,
evidentemente. El techo era alto con tirantes de madera dura, ladrillos
calzados y encima tejas, lo que hacía que estuviera muy agradable allí adentro.
Una decena de mesas completaban el ambiente del bar. Todas vacías, salvo la de
la esquina más alejada de mi vista que, casi en penumbras, estaba ocupada por
un tipo que supuse estaba durmiendo. Volví la vista y la perdí entre los
anaqueles abarrotados de bebidas, aunque sin verlos. En mi pensamiento, por más
esfuerzo que hacía para ladearla, estaba instalada la imagen de la capilla
abandonada.
Me sacó de mi abstracción, una mano apoyada
en mi hombro. El dueño de la mano era el hombre que, hasta hacía un momento,
dormía plácidamente en la mesa del rincón. Alto, flaco, con aspecto andrajoso,
pelo largo descuidado y barba de al menos una semana. El clásico tipo que vive
de changas aquí y allá, supuse.
—Oiga, maestro —le escuché decir—. ¿Usted va
para la ciudad?
Asentí, tras lo cual preguntó:
—¿Me podría arrimar?
No vi inconveniente alguno en hacerlo y por
otro lado siempre me había intrigado conocer la particular manera de vivir de
personajes así, de modo que volví a asentir.
A la media hora estábamos viajando rumbo a la
ciudad y alejándome de la aún fresca imagen de la intrigante capilla.
Hablando de todo un poco con mi ocasional
compañero de viaje, pude darme cuenta de que era un tipo con bastante cultura y
no un limitado en conocimientos como suele ser la gente de su ámbito. De manera
que, y a esto en honor a la verdad lo tenía pensado desde que resolví que viaje
conmigo, encaré el tema que me estaba volviendo loco. Para mi sorpresa el
hombre ni se inmutó cuando hice alusión al hecho.
—Cuando llegué a esta zona, hace ya como
cinco años, me llamó la atención tanto como a usted y cuando pregunté tampoco
recibí respuesta. Pero, a través de todo ese tiempo uno va conociendo a la
gente del lugar. Un día me encontré con un mendigo, el viejo Sorraquín, a
quién, debido a su condición, nadie le había advertido para que no cuente el
secreto sobre lo ocurrido. Aunque parezca mentira, este hombre paraba en un
viejo galpón de la granja de Álvarez, al que seguramente usted ya conoció
porque es el que se ocupa de amenazar a cuanta gente se acerque a curiosear a
la capilla. En oportunidad de hacer unos trabajos para Tabaco pude entablar amistad con el viejo Sorraquín, quién terminó
contándome la misteriosa historia…
Ocurrió
que Hermenegildo Álvarez —luego del infortunio comenzó a mascar tabaco por lo
cual se ganó el apodo que ahora lleva— y su señora Ana Lía eran asiduos
concurrentes a la capilla. Incluso la señora era más habitual aún que su
marido.
Álvarez
se dirigió una mañana a buscar a su mujer que se había ausentado de su casa a
la madrugada diciéndole que necesitaba ver al capellán. En medio de una gran
tormenta eléctrica, llegó raudamente y empujó con fuerza la puerta de ingreso a
la capilla. Lo que encontró no lo hubiera querido hallar jamás. Su mujer y el
párroco estaban tirados en el suelo, boca arriba, desnudos. La cabeza de ambos
reposaba sobre la intersección de la enorme cruz que antes colgara del techo y
que ahora estaba tendida en el piso. Cada uno de los cuerpos hacía un ángulo de
cuarenta y cinco grados con los brazos de la cruz, dibujando una macabra figura
simétrica con el Cristo en el medio.
Nunca
se supo qué fue lo que los mató. Si hubiera sido la cruz al caerse habrían
tenido golpes o moretones o sangre en algún punto, pero los cuerpos estaban
intactos, sin rasguño alguno. Solo presentaban una casi indescriptible
expresión de pavor. Como si algo inesperado y desconocido los hubiera
sorprendido. Se pensó en un rayo, pero los cuerpos deberían haber estado
carbonizados y aún así no existía posibilidad concreta de que pudiera haber
ingresado por algún lugar tal manifestación meteorológica. No había nada roto.
Todo estaba cerrado. Lo que sí se encontró fue una infinidad de restos de
mampostería, de pedazos de revoque, como si toda la estructura de la capilla
hubiera temblado ante el desconocido fenómeno ocurrido o, tal vez, por la
simple caída de la gran cruz desde lo alto de su ubicación hasta el piso.
Hipótesis también negada por no existir ni el más mínimo daño en los mosaicos
donde debió haber caído. Además, había que tener en cuenta el inexplicable
corte de las gruesas cadenas que la sostenían.
Muchos
lo consideraron un castigo de Dios al pecado cometido por el párroco y la mujer
en la casa del Señor, aunque los más pesimistas llegaron a murmurar que el
lugar había sido tomado por el diablo.
Álvarez,
después de encontrarse con ese panorama, se volvió loco. Sus creencias se
borraron con la velocidad de un chasquido de dedos. Llamó a las autoridades que
se ocupaban de esa zona para que certificaran las muertes y luego hizo un hoyo
en el fondo del terreno de la capilla y los enterró a ambos.
Días
más tarde, preso de la furia, prendió fuego los pastizales alrededor del templo
con la intención de que se quemara. Para así no tener que verlo nunca más, y de
esta manera poder aliviar un tanto su pena. Pero, como sumándose a los
misterios ya conocidos, la construcción nunca tomó fuego. Se quemó todo a su
alrededor: el pasto, los yuyos, los árboles, pero la capilla permaneció
intacta. Era como que un cordón invisible la protegiera. Aún no conforme con
eso, intentó prendarla desde adentro. No logrando hacerlo jamás, ya que cada
vez que acercaba el fuego al ocasional combustible, la llama, como soplada por
un ente imaginario, se apagaba. Álvarez, gracias a la debilidad mental propia
de un hombre en esas circunstancias, fue inducido por su propio pensamiento a
ser protector del lugar. Desde entonces se dedica a ahuyentar no solo a todo
aquel que se aproxime a la capilla, sino también a quién quiera averiguar algo
sobre ella o sobre lo que haya ocurrido allí y, así mismo, a molestar a todo
aquel que intentara hacer conocer la triste e inexplicable historia.
Cuando el hombre terminó de hablar se hizo un
largo silencio, solo interrumpido por el ruido a chapas producido por mi viejo
automóvil cada vez que tropezaba con un bache en el camino. Sin llegar a
comprenderlo totalmente, entendí el proceder de Tabaco Álvarez, no quisiera para nada haber estado o estar en su
lugar. Era muy difícil mantener la cordura después de vivir hechos
incomprensibles de tal magnitud. Tal vez lo que él pretendía al no dejar
ingresar a nadie a la capilla era protegerlos del mal evidentemente instalado
allí a partir de aquel misterioso hecho.
Capítulo
2
El
reencuentro
Había salido a caminar para aprovechar el día
extrañamente templado de fines de julio, luego de unos meses de sedentarismo
que habían dado como resultado un par de kilogramos de más. El ronroneo del
motor del vehículo que se aproximaba en paralelo desde atrás me resultó un
tanto conocido aunque por el momento no logré identificarlo. Al escupitajo que
cayó a escasos ochenta centímetros por delante de mi posición, y que por
inercia casi pisé, sí lo conocía y sabía que provenía de la boca de Tabaco Álvarez. Aquel extraño tipo que
me había advertido y posteriormente amenazado en ocasión de mi visita y las
averiguaciones sobre el porqué de una capilla abandonada en una colonia un
tanto alejada de aquí. Un injustificado temor a la vez que un paulatino
cosquilleo de emoción se apoderó de mí, todo esto antes de que el pintoresco
personaje me dirigiera la palabra:
—Así que escribió sobre la capilla. ¿No le
dije yo a usted que se olvidara de todo lo que podía haber visto allí? ¿En qué
idioma hablo yo que le es tan difícil de entender?
Lo miré con un gesto de interrogación como
preguntándole con la mirada, qué diablos hacía allí, a más de ciento ochenta
kilómetros de su lugar de infortunio y a la vez pensando lo chico que era el
mundo, que el tipo se había enterado que yo había escrito un libro, que muy
pocos habían leído, en el que incluí una historia que lo tenía tanto a él en el
reparto como al lugar de ocurrencia en la ambientación.
—Se preguntará cómo hice para encontrarlo.
Vaya con el tipo, hasta parecía adivinar lo
que yo pensaba. Atiné a balbucear un casi imperceptible:
—Sí.
Ante lo cual prosiguió con su conocida labia
soberbia, aunque noté cierto tonito calmo, como si ya hubiera asumido y
superado su pesar.
—El mundo es un pañuelo afirman algunos, en
este caso les doy la razón. Lo que no dicen es que también es una mierda. La
cuestión es, que no me costó localizarlo y ya que no se puede arreglar lo que
está escrito por más que sea en su mayoría una mentira, le voy a dar material
verdadero para que en un futuro pueda asentar las cosas tal como sucedieron.
Tragué saliva no entendiendo aún qué era lo
que había venido a hacer. El porqué de haberme buscado. Él mismo se ocupó de
despejarme la duda:
—Vamos, haremos un viajecito, visitaremos un
par de lugares y le explicaré exactamente cómo sucedieron las cosas así después
no anda escribiendo pavadas.
La extraña emoción que había sentido momentos
antes como prediciendo lo que iba a pasar, terminó por apoderarse de mí y me
hizo temblar de pasión. Siempre supe que había algo que no encajaba en la
historia de la capilla, como si fuera un rompecabezas al que le faltaran un par
de piezas. Y ahora, si no entendía mal, estaba a punto de desentrañar el
misterio o de encontrar esas partes que completaban el todo.
Subí a la vieja camioneta sin esperar a que
me lo pidiera dos veces. Anduvimos cerca de una hora por caminos muy poco
transitados y por ende, mal cuidados, que seguro solo él conocía, bajo un
mutismo casi absoluto. La sociabilidad del tipo seguía en el mismo estado que
cuando lo conocí por más que en algún momento me había parecido lo contrario.
Ya me dolía todo el cuerpo debido al ajetreo del vehículo en constantes saltos
puesto que él, acostumbrado a ello, no esquivaba bache alguno, más bien les
acertaba a todos. Lo observé, medio a hurtadillas, de reojo, con la intención
de que no se diera cuenta. Tendría unos cuarenta y ocho o cincuenta años, el
pelo largo y descuidado, entrecano al igual que su barba entera, rasgos
angulosos, barbilla saliente, mirada penetrante, ceño fruncido. Toda su
fisonomía demostraba un fuerte carácter. Mascaba incesantemente tabaco que
sacaba de una bolsa que llevaba a su lado, por lo cual mostraba una dentadura
amarilla. Cada tanto escupía una asquerosa bola de los restos ya carentes de
gusto. Su vestimenta no había variado desde aquella última y forzada vez que lo
vi: un pantalón viejo de sarga, una camisa estilo leñador de colores negro y
rojo, y unos tiradores que se cruzaban en el pecho por sobre ella.
Álvarez viajaba taciturno a mi lado, sus únicos
movimientos eran: el sube y baja de la mandíbula inferior en la acción de
mascar el tabaco y los producidos por la inercia de las sacudidas del vehículo.
Solo me había adelantado que lo que me contó el hombre que encontré aquella vez
en el bar, que dicho sea de paso él no conocía, era todo falso. Dejándome, por
consecuencia, en el mismo estado de febril ansiedad en el que me había
sumergido hacía un tiempo atrás cuando, por casualidad, me topé por primera vez
con la capilla. En resumen, había vuelto a fojas cero. Aunque ahora, había algo
que incentivaba la aclaración del misterio y eso era que lo tenía a Tabaco Álvarez, principal actor vivo, a
mi criterio hasta el momento, a mi disposición. ¿Realmente lo estaba? Ya había
empezado a dudar, aunque era una pregunta que solo el tiempo se encargaría de
contestar. ¿Por qué el misterioso tipo tenía que llevarme a un lugar
determinado —no a cualquier lugar, sino a su lugar— para explicarme la
verdadera historia? ¿Por qué no me la contó y ya? Comencé a sentir cierto temor
a partir de estos interrogantes, considerando la agresividad que me constaba
tenía el hombre, lo que mezclado con la adrenalina misma que había generado el
solo saber que podría al fin aclarar el misterio, resultó en un cóctel casi
explosivo que mi cuerpo no resistió. El corazón aceleró sus latidos e irrigó
borbotones de sangre hacia mi cerebro lo que sumado a la baja presión del
extraño día de calor, dieron como resultado un dolor de cabeza casi
insoportable con mareos y náuseas incluidas.
Le pedí que detuviera la chata y me bajé con
la cabeza dando vueltas, con puntadas en las sienes y el andar inseguro. Crucé
como pude el alambrado dejando un trozo de remera en las púas y me dirigí hacia
un tajamar que quedaba al alcance de mi errático andar. De rodillas en el
borde, con los ojos cerrados y respirando hondo, remojé en abundancia mi cara y
mi cabeza quedándome un buen rato en esa posición hasta que abrí los ojos y
noté que los objetos no oscilaban.
Me volví, mirando hacia la camioneta que
había quedado a unos cincuenta pasos, en el camino, a un sobre nivel de un par
de metros de donde me encontraba, con el deseo implícito de que Tabaco se hubiese ido llevándose consigo
todo el misterio. Pero no, allí estaba, solitario, impertérrito, imponente, parado
a un lado del vehículo, con los brazos cruzados sobre el pecho, con la espalda
recostada contra la cabina, con todo el peso del cuerpo volcado sobre una de
las piernas, y con la otra cruzada sobre la anterior, cuya punta del pie estaba
apoyada en el suelo en posición de descanso. Me observaba, con esa mirada
adusta, indescifrable. Con esa mirada de carancho que espera que la presa
elegida se debilite o se descuide para lanzarse al ataque. No. Definitivamente
el tipo no terminaba de convencerme.
Retorné a la camioneta con un patente olor a
laguna, a agua estancada, a pescado, aunque un poco más tranquilo y fresco. El
dolor de cabeza y el golpe de ansiedad habían pasado.
Capítulo
3
La
casa de los Romero
Nos detuvimos frente a una desvencijada
tranquera de ingreso a una propiedad, la que, a juzgar por los yuyos que
cubrían gran parte de ella, hacía bastante tiempo no se desplazaba de su lugar.
Tabaco se bajó y me invitó con la
mirada a que lo siga. Pasamos por sobre el alambrado, él con presteza, yo con
alguna dificultad y nos dirigimos —en realidad él se dirigía, yo simplemente
iba tras él— hacia una vieja casa que estaba rodeada por un amplio cerco de
tejido romboidal. Todo lo que estaba ubicado en el interior de la cerca estaba
sumergido en un estado de total abandono. No obstante ello, se palpaba en el
ambiente algo misterioso, algo que no se terminaba de comprender, como que
existieran ciertas cuestiones pendientes de resolución, como que el lugar no estuviera
en absoluto desierto de todo ente. Una extensa galería cubría la amplia vista
de la casa con sus cenefas de arabescos propios de la época de su construcción.
Al frente y coronando el centro del patio había un aljibe, de cuyo arco de
hierro forjado colgaba una roldana. Una cadena pasaba a través de ella y
sostenía un balde de latón, señal clara que sus últimos habitantes sacaban agua
de allí para el consumo. Se adivinaban, por la ubicación de los ladrillos de
los pasadizos, los que otrora fueran canteros, ahora cubiertos de yuyos. Hasta
ahí, salvo el abandono total, no había nada de particular. Sí lo era, a mi
entender, el que la casa estuviera cerrada casi herméticamente, tanto su puerta
como el par de altos ventanales de doble hoja que daban al frente. Pero, no el
hecho en sí de que estuvieran cerradas, el tema era que la casa a juzgar por el
estado en general de los alrededores, llevaba años así. Por lo tanto no se
llegaba a entender cómo era que los ladrones furtivos o los ventajeros de
siempre no hubieran hecho daño o se hayan llevado las cosas de valor, que las
había y muchas. En definitiva, alguna historia notable debía tener el lugar.
Tal vez algo macabro o al menos misterioso había sucedido allí que hacía que
las personas supersticiosas no la visitaran. Tabaco, sorprendentemente respetuoso, dejó que divagara con mis
pensamientos. Cuando miré en su dirección comprendió que yo había retornado de
mis elucubraciones, entonces prosiguió su camino, rodeando la casa y
dirigiéndose hacia una especie de granero que había unos metros más allá en
igual estado de abandono. Llegó a la puerta de madera de ingreso y la empujó,
lo que hizo que rechinara sobre sus bisagras, acción que nos avisó que también
formaba parte del común olvido de visitas. Lo que quedó ante mi vista tuvo la
virtud de dejarme boquiabierto. No lo esperaba. Fue una absoluta y total
sorpresa, aunque Tabaco no pareció
inmutarse como si supiera con lo que nos íbamos a encontrar. La afirmación
posterior terminó de despejar mis dudas al respecto.
—Mi intención al traerlo acá es meterlo en el
ambiente apropiado a lo que le voy a contar —hizo una brevísima pausa y
continuó, con sarcasmo, lo cual me demostró que seguía siendo el mismo Tabaco de siempre—. Ya que usted quería
saber toda la verdad, pues tendrá que hacer frente a toda la verdad.
Tragó saliva como si por un momento le
costara seguir pero, con el convencimiento de que debía hacerlo, prosiguió:
—Es una larga historia, aunque valdrá la pena
que la escuche porque así tendrá las respuestas a sus interrogantes y aclarará
todas sus dudas. Se trata de la familia que habitó esta casa o, mejor dicho, de
las andanzas de uno de los hijos del matrimonio que vivió acá: José Cicuta Romero, un muchacho que pretendió
cambiar el curso de su vida. Que creyó que no estaba en el lugar que le
correspondía y que intentó ser diferente a pesar de lo retorcido de sus raíces.
Capítulo
4
Cicuta
Nunca se supo con exactitud por qué le decían
Cicuta. Había quienes afirmaban que
era porque la planta que se conoce por ese nombre es muy parecida a la de
perejil, y como él, en su temprana edad, andaba siempre con sus dos hermanos
que eran considerados unos perejiles, entonces el llamarlo así era como una
forma de diferenciarlo. Aunque en lo físico tenía cierta semejanza con ellos,
tanto su actuación en general como su mirada traducían inteligencia y
determinación; características definitivamente ajenas a sus hermanos. La otra
versión aseveraba que al sobrenombre se lo impuso su madre ya que desde muy
chico era retobado, no hacía caso, y muchas veces era venenoso o picante en sus
contestaciones —se sabe que la cicuta es una planta venenosa—. Tal vez no
importe demasiado el origen del apodo, pero sí tiene su relevancia ya que en
esta zona todos lo conocieron por Cicuta
y si alguien preguntara por José Romero seguro nadie sabría responder con
certeza sobre a quién se estaría haciendo referencia.
Era un rebelde sin causa, según afirmaba su
madre. Tal vez era un rebelde a causa de los malos tratos que recibía por no
ser sumiso, por no aceptar a rajatabla las órdenes de su entorno. Mostraba los
dientes como aquel lobezno que no desea seguir a la manada solo porque sí o
porque los demás así lo hacen. A él tenían que darle muy buenas razones,
convencerlo de que era lo más adecuado andar tras los otros. Desde muy chico
marcó las diferencias que existían con sus hermanos, pero no porque él así lo
hubiera querido, sino porque tales distancias eran patentes y pecaban de evidencia
ante la simple vista del ocasional observador. Siempre fue más inquieto, más
curioso y demostró tener poder de decisión o voluntad de hacer o discernir por
cuenta propia. Característica, esta última, que a su joven edad y en la época
en que vivía siempre le acarrearon problemas, tanto en su casa como en la
escuela, porque él si no estaba de acuerdo con algo lo hacía saber, lo
cuestionaba, no se quedaba callado.
Debido a tales diferencias, ya desde
chiquito, un gran interrogante fue instalándose poco a poco, cada vez con más
fuerza en la cabecita de Cicuta: ¿Qué
hacer cuando en tu casa no te entienden, cuando estás convencido de que sos
distinto, de que es otra la finalidad que tenés en la vida y no te llevan el
apunte, sino, todo lo contrario; quieren, a base de castigos, de reprimendas,
de imposiciones, que te adaptes a la forma de vida de ellos?
Capítulo
5
Un
pequeño incidente
El chico terminó de escuchar la misa
dominical a la que estaba obligado a concurrir bajo la amenaza de no poder tomar
la comunión si faltaba —como si eso a él le importara, solo lo hacía por temor
a la dureza de los castigos de su madre—. Descendió los escalones que atenuaban
el desnivel entre la pequeña capilla y la polvorienta calle de las afueras del
pueblo. Habría sido el primero en salir si no fuera porque el padre cura hacía
quedar a los postulantes a obtener tal sacramento hasta último momento,
llenándolos de pureza con la palabra del Señor. Debido a esto, al salir se
encontró y debió rodear a un grupo de señoras mayores, que por supuesto habían
participado de la misa y que charlaban, en apariencia, con despreocupación.
Aunque mientras lo hacían observaban por el rabillo de sus ojos para no
perderse detalle sobre quién iba y quién venía, quién estaba y quién se alejaba
y con quién. En fin, el clásico grupo de señoras que come santo y caga diablo
que se suele encontrar a la salida de los oficios religiosos, y en otro par de
sitios que no viene al caso mencionar, de pueblos chicos como este que nos toca
citar. Cuando el chico pasó junto a ellas, un tanto sin querer y tal vez otro
poco queriendo, considerando las lenguas que sabía tenían tales brujas, escuchó
lo que una de ellas decía utilizando un tonito sarcástico y ante el atento oído
de todas las demás:
—Vieron que dicen que los hijos de padres que
son primos hermanos entre ellos no son normales, que son medio degeneraditos.
Tras lo cual una de las que escuchaba, sin
dar espacio a otra acotación, agregó:
—¿Medio? ¡Si se los mira con un solo ojo!
Y estallaron en carcajadas estruendosas al
unísono como miserables hienas que eran.
En tanto el chico, que no supo en ese momento
a qué atribuir tales risas, no le dio demasiada importancia. Si hubiera sabido
o al menos sospechado que era él precisamente el objeto directo de tal falacia,
quién sabe lo que habría ocurrido teniendo en cuenta el fuerte carácter del que
ya era poseedor.
Capítulo
6
El
castigo
Está sentado sobre una silla en el oscuro y
frío sótano ubicado debajo del galpón donde se almacena el alimento para los
animales, cuya situación dista de la casa principal unos treinta metros. Sus
talones desnudos están apoyados en el borde del asiento, pegados a sus
asentaderas. Los brazos entrelazados rodean las piernas flexionadas intentando,
tal vez, brindarse calor o protegerse de las ratas o de las arañas o del miedo
mismo por estar encerrado. No sabe cuánto hace que está allí, tal vez un día y
medio, quizá dos. No puede calcular el paso de las horas porque no existe
entrada de claridad alguna. Tal vez se podría sacar la cuenta con cierta
exactitud por la presencia de las ratas que se sienten cómodas fuera de sus
guaridas en horas de la noche. Se las escucha casi de continuo con su ya casi
familiar agudo chillido. No es la primera vez que su madre lo encierra allí y
eso le ocurre por portarse mal, por no obedecer a rajatabla o desobedecer sus
órdenes. De pronto siente como un cosquilleo en la planta del pie derecho, como
algo que olisquea, y percibe una respiración húmeda. Estira una de sus manos
con rapidez encontrando a su paso la rata que había subido por la pata de la
silla, estampándola con violencia contra el suelo. Se escuchó el ruido apagado
del golpe de un cuerpo blando contra el duro piso del sótano y luego una
infinidad de patitas de otra indefinida cantidad de ratas huyendo sorprendidas
por el inesperado movimiento del chico. Tras ello, absoluto silencio por unos
minutos, hasta que comienzan a tomar confianza y avanzan nuevamente y así, una
y otra vez, obligan al chico a mantenerse alerta, en vela. Tal vez no se animen
a morderlo, tal vez solo curiosean, tal vez se aproximan incentivadas por la
adrenalina y el sudor frío del miedo que se desprende del cuerpo del muchacho.
Pero, quién sabe, tal vez sea mejor no sacarse la duda sobre lo que harían.
Lo despertó de su liviano entresueño alerta
algo que caminaba por sobre sus pelos, no obstante no cometió el error de
estirar la mano para sacar o matar lo que sea que anduviera sobre su cabeza.
Podía ser una araña y no representar demasiado peligro, salvo que fuera alguna
especie muy venenosa, cosa factible allí por otra parte; o podía ser un alacrán
que caminando por los tirantes del techo del sótano se hubiera caído justo
encima de su cabeza, y en este caso, lo peor que podía hacer era estirar la mano
para matarlo o ahuyentarlo. Seguramente resultaría pinchado por su ponzoñoso
aguijón. Como quiera que sea, lo único que hizo fue no hacer nada, quedarse en
el molde, esperar a que el invasor saliera de su cabeza, en tensa calma por
supuesto, transpirando copiosamente. Sentía el olor a su propio sudor en
mezcolanza con el aroma a la tierra que se filtraba desde arriba y con el tufo
nauseabundo al orín de las ratas y al propio que no había tenido más remedio
que depositar en un rincón. Luego de un instante de inmovilidad que lo llevó a
pensar que había soñado que algo le había caído encima, percibió el lento
desplazar del insecto que se dirigía hacia el lado izquierdo de la cabeza para
luego llegar hasta su ya empapada oreja, producto del sudor. El muchacho trató
de que no se escuchara su respiración, no obstante hasta las ratas parecían
estar expectantes por la situación manteniéndose en silencio, lo que hacía que
hasta se oiga el retumbar alocado de su corazón latiendo a un ritmo
vertiginoso. Sintió los casi imperceptibles pinchazos de las patas del insecto
sobre su oreja. Definitivamente no era nada diminuto, más bien era todo lo
contrario porque si mal no percibía un par de patas estaban posadas en el
lóbulo mientras que sentía otras en la parte superior de su oreja y él no era
de los que le faltaba pantalla a la hora de escuchar. Se detuvo un rato allí,
haciéndole temer que intentara ingresar a su oído por lo cual estuvo a punto de
soltar el sopapo haciéndose cargo del costo. Pero cuando abría la mano derecha,
que hasta ese momento había mantenido cerrada y tensa, el bicho avanzó, bajando
por su cuello haciendo erizar todos y cada uno de los pelillos del muchacho; no
obstante, eso no hizo que detuviera su marcha hasta llegar al hombro izquierdo.
Ahora sí, calculó el movimiento con frialdad y puesto que no sabía aún —de
hecho nunca supo— de qué se trataba, optó por no aplastarlo contra su cuerpo
por miedo a la posibilidad de alguna ponzoña ya que si resultaba picado o
mordido, aún no sabía qué tiempo de castigo le restaba cumplir y podría morir
allí. Era en vano gritar, si lo escuchaban lo dejarían castigado más tiempo
aún. A eso lo tenía bien sabido y no había esperanza alguna de que alguien
ajeno pudiera escuchar. Jamás pasaba nadie por allí. Levantó el brazo derecho
con cuidado por el lado opuesto al que se encontraba el bicho y lo bajó con
celeridad por el otro lado de la cabeza, con la mano abierta y pegada a su
oreja izquierda, y antes de que llegara a pegar contra la base del cuello, en
un movimiento casi perfecto en velocidad y precisión, cambió de dirección,
arrastrando hacia afuera, impulsando con fuerza al insecto invasor. Se escuchó
al instante, a un par de pasos más allá, el golpe producido por el cuerpo al
chocar contra algún tipo de lata, lo que certificó que el tamaño calculado no
era para nada erróneo. Se quedó un momento en silencio, aguantando la
respiración, tratando de percibir la posibilidad de alguna pinchadura o la
picazón de la ponzoña. Al no sentir ninguna de ellas respiró con profundidad,
aliviado.
Capítulo
7
Rosita
Cicuta
estaba husmeando entre los restos de una casa en ruinas con la que se habían
ensañado ladrones furtivos o paseantes ocasionales, apoderándose de cuanta cosa
de valor pudiera haber habido, como: chapas, puertas, ventanas y marcos. Solo
quedaban algunas paredes en pie que habían resistido al paso del tiempo, a la
intemperie y a la osadía de los dañinos de siempre. No buscaba nada en
particular —en realidad no buscaba nada—, solo miraba con curiosidad de
muchacho mientras dejaba pasar el tiempo, ya que había llevado las vacas a
pastorear al campo de propiedad fiscal cercano a la casa de sus padres. Le
sobraba margen y él no era de los que se quedaban quietos.
De pronto hizo que pegara un respingo algo
que pasó silbando junto a su cabeza y se estrelló con fuerza contra una de las
paredes a su espalda para luego caer y rodar por el piso. Al ver el objeto se
dio cuenta de que alguien le había tirado un cascotazo. Se aproximó con prisa a
uno de los huecos donde había estado una ventana con ánimos de observar quién era
su agresor, aunque tal vez solo era alguien que pasaba y había tirado una
piedra sin saber que él se encontraba allí. Opción rápidamente desestimada ni
bien asomó la cabeza ya que al mismo tiempo se estrellaba otro cascote en la
pared, a centímetros de su cara, por lo cual tuvo que retroceder y cubrirse,
refregándose los ojos que se le habían llenado de tierra. No obstante no se
quedó quieto, salió gateando por el lado inverso de la tapera y contando con la
complicidad de la exuberante vegetación de media altura conformada por chilcas
y otros yuyos que oficiaron de disimuladores de su movilidad, fue rodeando el
lugar con la finalidad de identificar a su agresor. Cuando creyó estar cerca de
la posición desde donde partían los lanzamientos, se detuvo. No tardó en ver un
brazo que se levantaba por entre los yuyos y lanzaba algo hacia la casa.
—Ajá
—pensó—, te tengo, ya te voy a dar a vos
andar cascoteándome—. Se arrimó con cautela tratando de no pisar alguna
ramita seca que lo delatara y cuando estaba a un par de metros se lanzó contra
quien en ese momento levantaba el brazo para tirar otra piedra. Cayeron juntos,
rodando y aplastando yuyos a su paso y cuando terminaron de girar, Cicuta quedó acaballado sobre el cuerpo
de su agresor. Levantó el brazo amenazante con la mano hecha puño presta a
lanzarla sobre la cara de… de ella. La sorpresa lo paralizó. Sí, era una mujer,
o más bien una chica. Por supuesto el golpe quedó suspendido hasta nuevo aviso
o próxima agresión. Conocía a la chica, era Rosita Martínez, había ido a la
escuela con él. Después de reponerse de la sorpresa del encuentro, se retiró de
encima del cuerpo de la mujer, posición que a ella no pareció molestarla nunca,
y preguntó:
—¿Por qué me cascoteabas?
Ella levantó su torso sentándose en el suelo
y acomodándose la parte de arriba de la liviana solerita que llevaba puesta,
luego respondió con una sonrisa pícara pintada en su pecoso rostro.
—Te vi que eras vos y se me ocurrió
asustarte. No pensé que ibas a dar la vuelta tan rápido y encontrarme.
Y luego de una pausa, en la que intentó
arreglar su desordenado pelo castaño sujetándolo con una banda elástica,
prosiguió, hablando entre dientes, ya que sostenía entre los labios un par de
invisibles que luego se colocó asegurando un par de mechones rebeldes que
escapaban de la prisión de la bandita:
—También vine a traer las vacas como vos, de
paso me libraba de los rezongos de mi padre.
Cicuta
asintió con la cabeza creyendo lo que le había dicho Rosita. Si sabré yo de rezongos —pensó—, aunque
no dijo nada. En el fondo se alegraba de encontrar a alguien que no estaba bien
en su propia casa. Al menos esto confirmaba que no era el único. Desplazó su
pensamiento, saliendo con un improperio:
—Mirá si me pegabas y me sacabas un ojo,
pelotuda.
Ella primero lo miró para constatar si el
muchacho hablaba en serio o lo había dicho en broma. Como percibió una
sonrisita cómplice en él, estalló en una carcajada, tras lo cual aseveró:
—Siempre tiré a errarte, tengo muy buena
puntería.
—¿Será? —dudó el muchacho.
—¿Querés probar? —desafió ella.
—¡Dale! —aceptó él.
Rosita, dando a entender que no se necesitaba
nada más para confirmar el desafío, corrió hacia la casa. Iba a los saltitos.
Con una agilidad asombrosa esquivaba los yuyos, quebrando la cintura
maravillosamente ante los alelados ojos del muchacho que observada como se
levantaba y bajaba, cubría y descubría, flameaba a izquierda y a derecha, su
vestidito; dejando entrever sus preciosas piernas de mujer. La vio llegar hasta
la destruida vivienda, perderse tras las paredes y después de unos segundos
reaparecer con una lata en la mano. Luego se trepó con habilidad sobre una pila
de ladrillos y la puso sobre el alto de la pared. Bajó y volvió a donde estaba Cicuta aún turulato por el actuar de su
ocasional compañera de pastoreo. En esos segundos que duró el aproximarse de la
chica, el muchacho observó en su carrera el bambolear de unos magníficos pechos
con sus puntas erizadas, perfectamente dibujados bajo la fina tela de la
solera, como si estuvieran libres de todo sujetador. Y sintió que algo hervía
dentro de su cuerpo sumergiéndolo en un estado de creciente excitación que a
duras penas pudo disimular cuando ella llegó a su lado.
—Bueno —dijo, respirando alterada debido al
esfuerzo—, tenemos que jugar por algo para hacerlo más emocionante.
Cicuta la
miró, interrogante, no terminaba de entender qué era lo que ella quería.
—A ver… ¿Qué querés apostar?
—Mmm…Tenemos tres tiros cada uno, el que
derriba más veces la lata, gana —dijo ella, imponiendo las reglas.
—Bien —dijo el muchacho, aceptándolas—, si lo hago, ¿qué
gano?
—Te ganás… —Hizo una pausa, como pensando un momento—. Te ganás el derecho
a que no te jorobe más cuando vengas acá.
—Dale —aceptó Cicuta, aunque su
pensamiento lo contradecía asegurando que a él eso no lo molestaba en absoluto
sino todo lo contrario, le era agradable la actitud de la chica—, y… ¿y si vos
ganás?
—Mmm… —Volvió a dudar, lo cual hacía pensar
que era una actitud estudiada y no espontánea, tras un momento, agregó—: Me
gano el derecho a visitarte cada vez que te vea por acá, a tirarte cascotes si
se me da la gana y a… a darte un besito.
—¿Un besito? —dijo él, dando un respingo,
dejando las demás cuestiones en juego de lado.
—Sí, ¿qué tiene de malo? Siempre me gustaste,
además no creo que seas tan serio como parecés —concluyó ella, muy fresca.
El muchacho cayó en la cuenta de que Rosita
lo había metido en una encrucijada. Pensamiento que lo llevó a acordarse de
algo que había escuchado alguna vez: un hombre, tarde o temprano, termina
cayendo en las redes de la mujer que le puso el ojo encima, cual mosca en una
tela de araña. No obstante ello, confiaba en su puntería y estaba casi seguro
que le podía ganar y si así no fuera, él no era de los que se achicaban ante un
desafío y menos si este provenía de una chica, de modo que dijo:
—Está bien, que así sea.
La
chica se quedó un momento en silencio, quieta, mirándolo fijo como no
entendiendo el porqué de que él haya aceptado el desafío, luego reaccionó:
—¡Iupiiiiii! ¡Vamos todavía! —festejó, como
si ya hubiera ganado la apuesta.
Él no se dejó intimidar, lo consideró parte
del juego. Se agachó y juntó tres pedazos de ladrillo, los más uniformes
posibles con ánimos de comenzar ya con la partida.
Debido a una cuestión de caballerosidad
impuesta por Cicuta, empezaba tirando
ella, por lo cual él se fue hasta la construcción con el propósito de levantar
la lata y ponerla en su lugar si esta resultaba derribada por los disparos de
la chica. Después de tres tiros, sorprendido, tuvo que levantar otras tantas
veces la lata. Era notable la puntería de ella, por lo cual se sintió
presionado aunque se tenía fe; él también tenía lo suyo.
Se cruzaron a mitad de camino, él rumbo a
tirar, ella con la finalidad de levantar la lata si esta caía tras los disparos
de él. Ella lo miró a los ojos, le guiñó uno de los suyos, levantó y bajó las
cejas un par de veces en una actitud netamente pícara como saboreando a cuenta
del beso que estaba a punto de ganar. Él había retomado su seriedad habitual ya
concentrado en el desafío.
Dos cascotazos y dos veces que la lata
termina en el suelo. Tras la última caída, Rosita la levantó y la colocó en su
lugar. Luego bajó y pasó por el hueco donde hubiera una puerta. Recostó su
espalda en la pared a un par de metros del blanco de Cicuta con las piernas apenas entreabiertas. Levantó la derecha y
apoyó la planta del pie en el muro a la altura de la rodilla de la otra. Se
mordió el labio inferior y en una actitud totalmente lasciva fue subiendo con
ambas manos, con lentitud, el vestidito, dejando ver desde la posición del
muchacho todo el muslo derecho y parte de su blanca ropa interior. Y se quedó
así, con apariencia despreocupada, hasta que a Cicuta no le quedó más remedio que tomar su lanzamiento inmerso en
una presión no esperada, ya que no debía fallar el tiro y sus ojos lo estaban
traicionando: pues oscilaban entre su objetivo y los casi irresistibles
atractivos de Rosita. Por supuesto falló, confirmando aquello de que cuando una
mujer se lo propone puede obtener lo que desea de un hombre, ya que cuenta con
todas las armas para lograr ese objetivo; y a esto Rosita parecía llevarlo
implícito en su actuar. No obstante, Cicuta
no era de los tipos que se dejaban llevar muy fácilmente de las narices.
Siempre había sido un rebelde de los caminos preestablecidos. Él trataba de
encontrar la alternativa constantemente, aunque esta le insumiera otros
sacrificios o trajera consecuencias no deseadas. Consideraba que siempre era
más atrayente no saber con lo que se iba a encontrar al dar la vuelta en un recodo
que la monotonía del camino de todos los días.
Por supuesto que aceptó la derrota aunque no
la tomó como tal, sobre todo porque le caía muy bien aquella chiquilla
despreocupada y fresca.
Y así, a partir de ese día, el pastoreo pasó
a ser una actividad más que interesante para ambos. Los unía el espanto diría
Borges. Los aunaba la desgracia de sus hogares, haciendo que confluyeran allí,
en medio de la nada que para ellos era todo. A dar lo mejor de cada uno, sin
testigos presenciales, sin tapujos ni temores. Allí desnudaban sus almas sin
cuestionamientos ni resquemores. Allí resultaban perdonados en la mutualidad de
sus faltas hogareñas, las que como jóvenes que eran, pecaban de
grandilocuencia. Allí fueron una sola alma fundida, habitando en dos cuerpos, pero,
no obstante, fue la única parte de cada uno de ellos que encontró pertenencia o
comunión en el otro. Se encontraban a menudo, conversaban o inventaban algún
juego en los que ella siempre quería apostar algo más que un simple beso, cosa
que él, conociéndola, no aceptaba por más que se moría de ganas. No sabía con
exactitud por qué no la complacía, era como que algo superior a él, tal vez una
fuerte voz interior infectada de tabúes, lo obligara a no traspasar ciertas
barreras.
Entre tantas charlas que sostuvieron —Cicuta no era de los que hablaban
demasiado, pero se notaba que con ella se sentía libre de expresar sus
pensamientos—, un día ella sacó el tema del casamiento de los padres del
muchacho, que eran primos hermanos entre ellos; información que él desconocía.
Ella, después de contarle y citar lo que se decía de los hijos de tales
uniones, comentó:
—Yo a vos no te veo nada de anormal, al
contrario, sos más normal que muchos de los normales que conozco.
A pesar del halago recibido, la revelación
hizo que la vida de Cicuta a partir
de ese momento cambiara. Recordó aquello que hacía varios años había escuchado
a la salida de la parroquia del pueblo y que había tenido archivado, latente,
esperando el llamado, en un rincón hasta ahí olvidado de la memoria. Sus
dientes rechinaron y comenzaron a masticar rabia, en tanto que una idea, como
un parásito, empezaba a instalarse en su mente.
Capítulo
8
Encuentro
furtivo
Como era norma habitual en la casa de los
Romero, las salidas de los muchachos estaban casi por completo restringidas,
salvo aquellas que tenían el visto bueno de la jefa de la familia. Cicuta, precisamente, era el menos
autorizado a hacerlo por su conocida manía de no cumplir los mandatos al pie de
la letra. Pero, como ya sabemos, él no era de aceptar sumiso las imposiciones,
entonces cada vez que se le presentaba la ocasión de escabullirse un rato, lo
hacía sin remordimiento alguno.
En una de esas tantas salidas, sin permiso ni
consentimiento, una noche con una espectacular luna llena que todo lo
iluminaba, al pasar la pierna por encima de la base del marco de la ventana
tuvo que detenerse en seco. Agradeció que la luna estuviera alumbrando desde el
otro lado de la casa y por ende lo dejara sumergido en la sombra que producía
esta, de lo contrario habrían descubierto que se estaba escapando. Quienes
habían detenido su osadía, eran dos siluetas muy juntas entre sí que se
dirigían sigilosas alejándose de la casa. Por un momento pensó en volver a la
cama con el propósito de que no lo descubrieran, temeroso de un nuevo castigo,
pero la curiosidad pudo más, resolvió seguirlos. Se deslizó con cuidado de
hacer el menor ruido y fue tras ellos tratando de ocultarse en la sombra de los
árboles. No sabía quiénes eran, aunque sospechaba por la altura de las siluetas
que fueran sus hermanos. Lo que no entendía era qué hacían a esa hora
levantados y con esa actitud como de ocultar algo. El muerto se asusta del degollado —pensó—. Se había sorprendido de
que aquellos hicieran lo que él estaba haciendo, pero bue… cuando uno hace una cagada piensa que es el único
que la hace hasta tanto se demuestre lo contrario. Los siguió por unos minutos
a una distancia razonable. Caminaban paralelo al alambrado que dividía la
propiedad con la del vecino y parecían dirigirse hacia el arroyito que
delimitaba el campo hacia el oeste. Unos teros intentaron descubrirlos pero al
ver que ellos ni se inmutaron ante tal alcahuetería, desistieron y cuando al
ratito pasó el muchacho solo lo miraron con natural desconfianza. Perdió de
vista por un momento las siluetas con el objeto de no verse descubierto ya que
debía pasar por un claro libre de toda vegetación antes de llegar al monte que
contorneaba al arroyo. Dejó pasar unos minutos y luego lo cruzó a toda
velocidad, ocultándose tras el primer árbol que encontró, ahogando un grito de
dolor por el pinchazo que recibió en una de sus manos al apoyarse en el
espinoso tronco. Fue pasando con sigilo de árbol en árbol, de arbusto en
arbusto, hasta que los localizó con la vista. La mujer estaba sentada sobre una
enorme piedra que había en ese recodo a la vera del arroyo y el hombre estaba
parado entre sus piernas de manera que quedaban cara a cara y se estaban besando.
El muchacho parpadeó, incrédulo, no queriendo aceptar lo que sus ojos le
estaban certificando. Su corazón se aceleró y sintió que le faltaba el aire por
lo cual tuvo que darse vuelta, agacharse, recostar su espalda contra el tronco
del árbol y respirar profundamente. Estuvo así por un par de minutos hasta que
se recompuso, entonces se irguió y volvió la vista hacia donde estaba la
pareja. En ese momento, bajo la intensa claridad de la luna llena que no
encontraba obstáculo forestal alguno que le impidiera ser testigo absoluto de
lo que estaba allí sucediendo, el hombre se había retirado lo suficiente como
para poder tomar y quitarle el suéter a la mujer, y así dejar al descubierto la
perfección de sus pechos. Tras lo cual, tirando la prenda a un lado, se agachó
y los besó con deleite, con fruición, como si supiera lo que hacía, como si no
fuera la primera vez que les dedicara tales caricias.
El muchacho, confundido con las sombras de
los árboles, potenciadas en oscuridad por el gran contraste con las zonas
libres de ellas, sintió que la sangre comenzaba a hervir dentro de su cuerpo.
Percibió que el vaquero le apretaba. Casi subconscientemente bajó la mano
derecha y rozó apenas la zona en la que le ajustaba, pues no hizo otra cosa que
incentivar su estado y por ende el pantalón le molestó aún más.
Ahora la mujer desabrochaba la camisa de su
compañero. Terminó y lo empujó levemente hacia atrás mientras se bajaba de la
piedra en la que estaba sentada. Empezó besando con suavidad el cuello del
hombre y fue bajando centímetro a centímetro. Pasó por su pecho, recorrió sus
tetillas. Flexionó un tanto las piernas y se detuvo un momento en su vientre
mientras con ambas manos pugnada por desprender el cinturón y luego el botón
del pantalón; lográndolo. Como consecuencia, tras bajar el cierre que lo
apretaba al cuerpo, la prenda cayó rendida a sus pies, dejando a la vista la
ropa íntima estirada por la pujanza de su miembro viril. Pujanza que la mujer,
poniéndose en cuclillas, rozó suavemente, a través de la tela, haciendo
estremecer y dar un grito ahogado al propietario de tan comprometido estado.
Ella, desde allí abajo y sin dejar de hacer la caricia que sabía a él lo volvía
loco, le dirigió una mirada cargada de lujuria. Sugestiva mirada que tuvo la
virtud de obligar al hombre a ponerse en acción. Tomó de los lados el slip, lo
bajó con rapidez, y colocando sus manos en la nuca de la mujer la atrajo hacia
sí pegándola a su pelvis. Ella no pareció inmutarse, al contrario, era como que
esperaba que eso ocurriera. Estuvo unos minutos estimulándolo hasta que él con
un movimiento brusco la detuvo. Se paró, hizo que ella se levantara, le quitó
el fino pantalón haciendo que quedara totalmente desnuda, ya que no llevaba
prenda alguna debajo; sorprendiendo aún más, si esto era posible, a Cicuta que observaba pasmado y tieso la
escena que pasaba ante sus ojos. El hombre tomó a su compañera con ambas manos
de la cintura, la elevó a pulso y la apoyó sobre la piedra. Se agachó lo
suficiente y metió su cabeza en medio de las entreabiertas piernas de ella. Y
ahora era la mujer la que se estremecía ante la íntima caricia que él le
brindaba. Después de un par de minutos se irguió y se acomodó a su altura, para
luego adherirse y ser parte de ella confundiendo sus siluetas en una sola. Y
los brazos de ella rodearon exactamente el contorno de él e ingresaron en un
ritmo constante que no llegaba a ser frenético, entre jadeos y respiraciones
agitadas. Al cabo de un rato se detuvieron. Ella lo miraba con morbosidad, él
con la certeza de que ella disfrutaba de los placeres carnales tanto como él.
Ella se mordió el labio inferior y puso los ojos en blanco, él apretó los
dientes. Se retiró lo suficiente y bajó a su hermana con delicadeza. La obligó
—o incentivó, ya que ella nunca opuso resistencia— a que se diera vuelta,
poniéndola de espaldas a él, con el torso inclinado hacia adelante, con las
manos apoyadas sobre la roca, e hizo que tirara la cadera hacia atrás
separándole las piernas. Por entre ellas, una mano hábil y audaz buscó tesoros ocultos,
se elevó e hizo presión con la yema de los dedos por un instante sobre su
palpitante íntima propiedad; haciendo estremecer de gozo a la mujer que lo
miraba con los ojos entornados por encima del hombro. Luego la mano se deslizó
hacia atrás y, cual caracol en su arrastrar, fue humedeciendo con sus propios
fluidos todo a su paso. Tras ello se retiró, mientras su dueño se acercaba a la
chica que lo esperaba maravillosamente ofrecida.
El muchacho inmerso en la oscuridad no podía
salir de su asombro. No pudo dejar de balbucear algo que le disgustó
sobremanera pronunciar: degenerados, son
unos degenerados. No obstante ello siguió observando la escena.
El hombre redujo lentamente la distancia
entre su pertenencia y el objetivo buscado, anulándola al llegar a las puertas,
aunque eso no hizo que se detuviera allí. Continuó, cuidadoso, decidido y con
el implícito consentimiento de su pareja, en la intención de profanar el oculto
y vedado templo. En tanto, la mujer fue adaptando su cuerpo a la anatomía del
invasor. Cuando lo logró, le indicó con un movimiento de cadera que estaba
preparada. Solo entonces, él comenzó con el ya inevitable juego de ir y venir.
Primero lento, luego un poquito más rápido, más rápido, hasta que ella pasó los
brazos hacia atrás y lo atrajo hacia sí, con las manos apoyadas en sus nalgas.
El hombre tradujo el gesto de la mujer entendiendo que ella deseaba que
apostara más fuerte. No se hizo rogar. Aceleró sus idas y venidas, hasta que
ella no pudo más y mordió el alarido de placer que, no obstante, debió haberse
escuchado desde un par de centenares de metros en derredor; cosa que
certificaron los teros por un instante. El hombre detuvo su alocado ritmo e
hizo su última jugada, poniendo todo, sabiendo de antemano el resultado de la
partida. Luego estalló en un grito grave y ahogado, tras lo cual cayó exhausto
sobre el cuerpo de ella. Quedó uno sobre la otra, rendidos pero satisfechos,
extasiados, con el ímpetu de la pasión momentáneamente sosegado.
Y así, inmersos en la relación prohibida, disfrutaban
de los placeres vedados por la moralidad. Pensaban, con el mínimo de razón que
les podía dar su situación, que no valía de nada llegar a las puertas del
infierno y quedarse ahí, dudando entre ingresar o no; a la espera de que los
terminara de atraer o finalmente los rechazara. Se lanzaron de cabeza y tomados
de la mano a sus profundidades; y dejaron que las llamas del averno los fueran
consumiendo. Mientras tanto, trataban de sacar el máximo provecho al singular
vínculo que los unía.
Luego de un par de minutos en el que lograron
recuperar la normalidad de sus respiraciones, él se levantó cumpliendo a la
incentivación que le propinaba ella desde abajo con un leve empujón. Ella se
irguió, giró hacia él y sin preanuncios le propinó un soberano sopapo que
retumbó haciendo eco en los cercanos árboles, magnificado por la serenidad de
la noche. Sopapo que hasta a Cicuta que estaba escondido tras los árboles
sobresaltó, aunque a la vez lo hizo caer en la cuenta de que debía irse o al
menos alejarse de allí para que no lo sorprendieran. El comprender esta
situación hizo que se relajara su estado que momentos antes estuviera al borde
del paroxismo.
Mientras la pareja se aseaba en las aguas del
arroyito y se vestía bajo un mutismo absoluto, el muchacho se alejó por entre
los árboles. Como sospechaba que ya retornarían a la casa no intentó volver por
el camino que había llegado hasta allí pues corría el riesgo de que lo viesen.
Todo lo que había observado no tendría nada de particular, al contrario,
hubiera sido una situación que habría disfrutado al máximo, si no fuera que los
amantes furtivos eran sus hermanos.
Con el descubrimiento se le habían esfumado
todas las ganas de ir a algún lugar por esa noche. Así que ni bien calculó,
ayudado por el alboroto de los teros y un tímido ladrar de perros, que sus
hermanos habían retornado; dejó pasar un tiempo razonable como para que se
durmieran, volvió a su dormitorio y se acostó. No obstante estuvo un par de
horas sin poder conciliar el sueño repasando las insólitas e inesperadas
imágenes que había contemplado. Imágenes que habían quedado grabadas a fuego en
su mente y que por más que intentaba dejarlas de lado y dormirse, no podía. Y
su cuerpo las asimilaba y las trasladaba a su sangre y esta aceleraba la
compresión fluyendo imparable hacia su sexo, casi haciéndolo explotar. Y se
sintió bajando la mano y tocándose y un momento después estalló, liberando todo
lo acumulado que llevaba adentro desde hacía tiempo. Entonces sí se calmó y
pudo conciliar el sueño.
Cuando se levantó al otro día no se animó a
mirar a la cara a sus hermanos como si hubiera sido él quien había cometido la
falta; sentía vergüenza ajena. No obstante, eso no llamó la atención de nadie,
no acostumbraban a saludarse cuando se levantaban y solo se hablaban para
asignarse las tareas a realizar. Y como cada uno ya sabía que tenía que hacer,
entonces las palabras sobraban y ellos no eran de los que andaban
dilapidándolas solo porque sí.
Ahora que sabía que sus hermanos se
entendían, los fue observando con disimulo y pudo constatar que precisamente lo
disimulaban muy bien, ni siquiera una mirada entre ellos pudo detectar. Abel
era alto, muy alto, tan alto que le costaba agacharse para recoger algo del
piso. Como todo lungo también era torpe, de esos que nunca terminan de asimilar
sus verdaderas dimensiones y siempre se andan llevando algo por delante. Flaco
y fibroso debido al habitual trabajo físico. Elena era también alta, aunque no
tanto como Abel, flaca, tenía cierto actuar masculino, quizás producto de trabajar
desde chica a la par de sus hermanos en tareas que no eran para una mujer.
Además nadie le había enseñado lecciones de femineidad, tampoco ella creía que
alguna vez las fuera a necesitar. Si bien vestía ropa muy holgada para su talle
que no dejaba adivinar sus rasgos femeninos, la noche anterior se había
constatado que tenía sus formas bien definidas, que era toda una mujer y que
sabía muy bien usar tales atributos.
Viéndolos trabajar juntos y a la vez tan
distantes, nadie jamás habría imaginado, con esas caras de pelotudos que
tenían, que entre ellos existía un íntimo vínculo nocturno. Eran muy buenos
actores y lo disimulaban tan bien que el muchacho en un momento llegó a pensar
que había soñado todo aquello que sus ojos bien habían corroborado. Era como
que tuvieran dos personalidades contrapuestas. La ya conocida que los dominaba
durante el día, que los hacía pasivos en todo sentido, que hacía que trabajaran
como autómatas y que lograba que fuera en absoluto necesario que recibieran
mandatos para seguir adelante. O sea, que los hacía totalmente dependientes de
un alma mater. Y la otra, la más avasallante, la que desarrollaban en horas
nocturnas, dónde no necesitaban órdenes ni influjos de nadie para alcanzar sus
pretensiones, para saciar sus bajos instintos o para sacar a la luz —justo a la
noche, vaya paradoja—, quizás, sus verdaderas formas de ser. Realmente
asombroso y digno de análisis. Tal vez nunca sepamos con exactitud cuál
personalidad era la auténtica y cuál formaba parte de una actuación. O, quién
sabe, tal vez era una especie de ambivalencia o de esquizofrenia la que causaba
tales estados.
Capítulo
9
Nada
es lo que parece
Era una de esas noches en las que volvía
después de ver disfrutar a sus hermanos de la relación prohibida. No lograba
explicarse el porqué de la atracción de ir a observar lo que ellos hacían,
puesto que tal proceder no era de su agrado, no podía digerirlo y no lo
aceptaba de ninguna manera. No obstante, estaba siempre pendiente de sus
escapadas y no desperdiciaba oportunidad de ser un espectador de primera fila.
Luego de ingresar por la ventana a su pieza, y tras acostumbrar la vista a la
tenue penumbra que la invadía, observó, después del respingo inicial dado por
la sorpresa, que había alguien sentado en su cama.
—¿Sorprendido el nene? ¿Qué te creías, que no
me había dado cuenta que nos seguías? No me hagas más pelotudo que lo que
parezco, porque tal vez no lo soy.
Le dijo su hermano en un tono muy
desenvuelto, en absoluto sospechado de poder ser usado por él, ya que nunca lo
había escuchado hilvanar más de tres palabras seguidas. Era como que a la noche
se le soltara la lengua, como que las horas nocturnas hicieran que se sintiera
libre de los influjos de control de la madre. Ahora, oyéndolo hablar, Cicuta
entendió la soltura con que lo veía actuar las veces que se encontraba con su
hermana, a quién, evidentemente le ocurría lo mismo. Tras el impacto inicial,
se sorprendió escuchando de su propia voz un murmullo entre dientes que
susurraba: degenerados.
—Sí, puede que tengas razón. Capaz que somos
eso que decís, aunque no me gusta la forma en que lo pronunciás, como con odio
o con asco. No te olvides que tenés la misma sangre, que es posible que vos
también lo seas y que es probable que no tarde en despertarse tu indio.
Cicuta no
respondió. No encontró qué decir, ya que las afirmaciones de su hermano no
hacían más que reivindicar sus más oscuros pensamientos y sus más guardados
temores.
—¿Vos viste que yo en algún momento la
obligué a tu hermana a hacer algo que ella no quisiera?
—No.
—Si miraste bien, te habrás dado cuenta de
que ella disfruta mucho cuando lo hacemos y hasta me pide más.
Asintió con la cabeza, aunque luego de un
momento objetó:
—Pero, por algo ella te pega cuando… cuando
terminan.
—Sí, pero no porque no le haya gustado lo que
hicimos. A mí me parece que le encanta ese momento porque entiende que lleva
las riendas, que manda, que tiene el poder, cosa que nunca le deja hacer mamá.
Creo que en el fondo son idénticas. Ahora, digo yo, mientras no jodamos a nadie
y ella no quede embarazada, ¿cuál es el problema? Si a los dos nos gusta
hacerlo.
No podía creer lo que escuchaba, le costó
reaccionar.
—Pero es que… es que no es normal lo que
hacen. Y… ¿y si queda embarazada?
—Eso no va a pasar porque mamá le hizo poner
un aparato de cobre para que no quede.
Después de un largo silencio, en el cual el
muchacho continuaba pecando de incredulidad a la vez que le seguían surgiendo
dudas, al fin reaccionó:
—Pero… Entonces… ¿Mamá sabe todo?
Su hermano solo lo miró, sumergido en las
penumbras de la habitación. Su silencio contestó la pregunta de Cicuta.
—No creo que tenga que recalcarte que tanto
lo que viste como lo que hablamos no tiene que salir de acá.
Advirtió el grandote, tras lo cual se paró y
palmeándole la espalda cuál falso amigo, se retiró de la habitación en el más
absoluto mutismo.
Capítulo
10
El
Quiebre
Entre las diversas tareas que debía realizar
a diario el muchacho en la granja, estaba la de soltar las ovejas a la mañana
temprano y encerrarlas a la tardecita, de manera de protegerlas durante la
noche de que algún perro dañino o los mismos cuatreros, que abundaban en la
zona, se despacharan con alguna de ellas. Ocurrió una mañana, cuando recién
estaba clareando, que su madre lo sacó de una oreja y casi en bolas de la cama.
Resultó que de las veintidós ovejas que conformaban el rebaño solo encontraron
trece con vida. De las demás tan solo quedaban los restos. Al parecer, según su
madre, alguien se había olvidado de encerrarlas o había dejado la puerta del
corral abierta y las ovejas habían sido presas de perros vagabundos dañinos, de
esos que se ensañan o se divierten con matar y en este caso habían hecho un
desastre agarrándoselas con los inofensivos lanares.
Por supuesto, la culpabilidad de la cuestión
recayó en su totalidad sobre Cicuta
por más que él juraba y perjuraba que había guardado a los animales y había
puesto la traba en la puerta tras ellos.
La vieja, furiosa a más no poder, con los
ojos inyectados en sangre, puteaba a diestra y siniestra mientras caminaba
entre los restos de las ovejas. Y como para matizar un poco la cuestión entre
puteada y puteada, y siempre destilando bronca, no tuvo consideración alguna al
soltar a viva voz:
—Ya sabía yo que eras un mal nacido. Bien le
dije aquella vez a tu padre que no quería que acabe adentro, pero el muy hijo
de puta no me hizo caso y miren lo que salió. Desde ese mismo momento fuiste un
retobado.
Hablaba dirigiéndose a todos y a ninguno en
particular, aunque, obviamente, el blanco de sus críticas era su hijo menor.
Todos escuchaban lo que la vieja decía, más
nadie se atrevía a meter palabra para calmar o apoyar su posición. Ni pensar
por supuesto que alguno iba a salir a defender a Cicuta. Tanto sus dos hermanos como su padre agachaban la cabeza y
miraban el piso como buscando algo que se les hubiera caído justamente a sus
pies, sumisos ante la verborragia dominante y hasta obscena empleada por la
jefa del hogar. El muchacho, que era el único que no había bajado la vista y
miraba desafiante a su madre, percibió, cuando ella hizo alusión a su errónea
concepción, que su hermano desde su bajeza de mirada lo estaba observando de
soslayo, con una sonrisita socarrona pintada en su pelotudo rostro. No necesitó
nada más para comprender que había sido él quién había soltado las ovejas con
la finalidad de incriminarlo si algo sucedía. La rabia que venía acumulando Cicuta desde hacía mucho tiempo, hizo
tope, colmó la dosis máxima de paciencia, llegó a su cabeza y nubló todo
pensamiento coherente. No obstante y no dándose cuenta de ello, la vieja seguía
con su perorata de elucubraciones sin razón con el solo objeto de defenestrarlo.
—¡Y encima sos tan caradura de mirarme fijo a
los ojos y desafiarme guacho de mierda, como si fueras dueño de hacer lo que se
te canta! ¡Vos no sos dueño de nada acá y no lo serás nunca! ¡Entendélo de una
vez por todas!
El muchacho no solo la miró fijo, sino que
avanzó hacia ella con paso seguro, como sabiendo perfectamente lo que quería
hacer, ante la mirada embobada y la inactividad que ya no llamaba la atención
de todos los demás. El sopapo restalló como un latigazo, seco, único e irrepetible
sobre el bronceado cachete de la mujer acallando cualquier otro ruido que pudo
haber existido en ese momento, como siempre pasa cuando ocurre algo inesperado.
Incluso la mujer, después de que las piernas se le doblaran ante la magnitud
del impacto haciéndola quedar de rodillas en el suelo, se quedó momentáneamente
muda. Cosa que jamás le había ocurrido, tal la sorpresa que generó la acción de
Cicuta. Arrodillada, por primera vez
en inferioridad de condiciones, tomándose la mejilla golpeada y lamiéndose la
sangre que comenzaba a manar de la comisura de la boca, escuchó por única vez,
atontada, la voz cargada de justificado rencor de su hijo más chico:
—Me llamás mal nacido a mí, que casi es lo
mismo que me llames degenerado. ¿Sabés una cosa, mujer? Degenerados son
aquellos dos —dijo, mientras señalaba a sus hermanos—, que se escapan a la
noche y se van a coger como unos descosidos a la curva del arroyo. Degenerados
son ustedes dos —dijo, señalando con el índice a su padre y a ella en forma
alternada—, que son primos hermanos de sangre y se casaron y tuvieron hijos
cuando bien sabían que eso no era correcto. Y después me decís degenerado a mí
porque intento ser distinto o quiero cambiar la tendencia errática de esta
familia. Ahora, ¿sabés qué? Se pueden ir todos a la mismísima mierda, hagan la
vida que se les antoje, pero no me obliguen a padecerla con ustedes, yo… yo
trataré de encontrar mi camino…
Estaba tan concentrado, mordiendo las
palabras al pronunciarlas, que no advirtió la casi imperceptible seña que les
hizo su madre, repuesta en parte de la sorpresa del estallido de su hijo menor,
a sus hermanos. Quienes, viniendo desde atrás y valiéndose de las superiores
contexturas físicas, lo sujetaron amarrándole los brazos a la espalda, haciendo
vanos todos los intentos de Cicuta
por tratar de librarse de ellos. ¿A dónde creen que fue a parar el muchacho?
Sí, adivinaron. Terminó en el oscuro sótano plagado de ratas y alimañas.
Capítulo
11
La
huida
Hacía más de dos días, según sus cálculos,
que estaba encerrado sin que le alcanzaran ni siquiera un mísero vaso de agua.
Y si a ello le sumamos que lo habían despertado a la madrugada de aquel día
para inculparlo, llevaba casi tres jornadas sin probar bocado y sin calmar su
sed. Escuchó, ya casi al borde del desfallecimiento, el ruido que producía la
puerta del sótano al levantarse desde afuera y oyó que alguien lo llamaba casi
en un susurro, como con temor, lo que le hizo suponer que ya deliraba. Pero no,
volvió a escuchar una voz que lo nombraba y le rogaba que se apurara a salir.
Lo hizo de acuerdo a las condiciones en que se encontraba y considerando que
debía trepar por una escalera colgante formada por dos cuerdas y travesaños de
madera. Cuando Cicuta al fin pudo
llegar, rendido, al piso del granero, se sorprendió de ver a su padre.
Entonces, con la poca lucidez que le quedaba, comprendió que el castigo aún no
había concluido y que el viejo, en un acto de arrojo justiciero, había
contrariado las órdenes de su mujer, que seguramente eran las de que él
acabara, con todo su osadía incluida, como comida de las ratas. Se paró como
pudo y así, bamboleante, abrazó a su padre como jamás lo había hecho y por un
largo momento. Tomó la bolsa con provisiones y ropa que este le había traído, y
antes de irse, ya que no hacían falta aclaraciones para caer en la cuenta que
debía desaparecer cuanto antes si no deseaba volver a pernoctar con los
roedores y demás alimañas, escuchó lo que el viejo le decía:
—Andáte y no vuelvas. Yo no sé qué pasó, pero
vos sos diferente y acá a eso lo podés pagar muy caro. Yo no reniego de ninguno
de mis hijos ni de mis equivocaciones, al contrario me hago cargo, a eso tenélo
muy en cuenta, pero tu madre… Te pido perdón por todas las barbaridades que te
dijo, aunque, la verdad, yo no recuerdo que me haya dicho alguna vez eso de que
no quería generarte… No sé cuándo fue que cambió tanto… O, ¿será que cuando uno
está embobado con una mujer no escucha razones y ve las cosas de un modo
erróneo? Como quiera que sea, yo soy nada sin tu madre. Ella, no sé si
queriendo o no, anuló mi voluntad tanto como lo hizo con la de tus hermanos,
pero eso no hace que ellos dejen de quererla y yo de necesitarla. Sin ella
todos nosotros, salvo vos, seríamos piltrafas movidas al son del viento o bolas
sin manija, no sabríamos para qué lado salir.
Luego de tal sarta de verdades, con un fuerte
abrazo y una palmada en la espalda que al muchacho también le resultaron
sinceros, su padre, en lo que aparentó ser una reconciliación por un viejo
altercado nunca ocurrido, lo despidió. ¿Para siempre? Quién sabe, tal vez solo
el tiempo y su imprevisibilidad podrían darle una respuesta a ese interrogante.
Capítulo
12
Necrológica
Y el tiempo no tardó demasiado en contestarle
y le respondió afirmativamente. Aquella despedida fue para siempre, como lo
había presentido esa noche cuando su padre lo rodeó con un abrazo que casi le
estrujó la espalda. Pero, como muchas veces los presentimientos resultaban
erróneos, había tenido la firme esperanza de que esta vez no se cumpliera. No
fue así.
Había pasado un par de semanas desde el día
en que su padre lo ayudó a escapar. Estaba trabajando hacía varias jornadas en
una quinta plagada de invernaderos donde se cosechaban tomates y morrones. Lo
habían alojado en un pequeño reducto de cuatro paredes construido a propósito
para los changarines, que se precisaban siempre y que de vez en cuando, como
él, pasaban por allí y necesitaban trabajar para ganarse el pan diario. Cicuta, con el objeto de estar informado
y como única compañía, se había comprado una pequeña radio a pilas. A la mañana
temprano, tras levantarse, la prendía y escuchaba mientras tomaba unos amargos
antes de que llegara el horario de comenzar con las tareas asignadas. Cuando
oyó la clásica música que servía de cortina a las necrológicas paró el oído.
Luego se quedó por un instante con el brazo izquierdo a mitad de camino,
sosteniendo el mate un palmo antes de llegar a sus labios, con la boca abierta
como pasmado. Tras unos segundos reaccionó, chupó la bombilla y el agua
caliente pasó raspando por su garganta entrecerrada, haciendo en extremo
notorio el subir y bajar de su nuez de Adán. Dejó el mate a un lado al tiempo
que se oía un chirrido de dientes apretados como mascando la infinita rabia que
sentía. Se levantó, dio media docena de pasos en dirección al sauce que se
hallaba al frente del ranchito y volvió sobre sus pasos, mientras se pasaba
nervioso la mano por la cara, como rumiando, como tratando de encontrar la
forma de actuar ante lo sucedido y de ese modo desestimar la impotencia que
sentía. Repitió la acción un par de veces, luego fue hasta el árbol y se sentó
con la espalda apoyada en el tronco. Flexionó las piernas, las rodeó con sus
brazos y escondió la cara entre su pecho y las rodillas. Entonces estalló en un
llanto ahogado, ronco, profundo, que si alguien lo hubiera escuchado, sin duda
alguna, habría resultado contagiado por semejante congoja. Congoja tantas veces
rechazada de libertad, tantas veces archivada para más adelante, postergada.
Tantas veces acumulada y que esta vez no cupo más y no tuvo más remedio que
saltar a la luz.
Estuvo así por unos largos quince minutos.
Luego levantó la cara, secó con sus antebrazos las lágrimas y miró hacia adelante
y arriba, lejos, con los labios apretados que simulaban una raja en un tarro,
con el gesto adusto y la mirada… La mirada que se perdía por entre las hojas
rendidas del sauce, era de una dureza extrema como si algo se hubiera roto
definitivamente en el interior de Cicuta.
Si las miradas mataran, con seguridad todo lo que estaba delante de sus ojos
habría caído fulminado por más que solo habían sido mudos objetos testigos de
su desazón.
En la radio solo habían informado que había
fallecido de manera trágica. No quiso saber cómo, si hasta casi lo adivinaba.
Seguramente, como castigo por haberlo liberado, lo habían tirado en el sótano
sin comida y sin agua hasta que perdió la conciencia y luego lo golpearon con
algo contundente haciendo que parezca un accidente. O, tal vez, lo encerraron y
luego prendieron fuego el granero. Tenía la certeza que de esas posibilidades
no escapaba el aberrante hecho. Creía capaces de todo a su madre y a sus hermanos.
El odio siguió creciendo en el interior del muchacho, por más que otra parte de
su ser ansiaba alejarse del resto de su lamentable familia y olvidarse para
siempre de ellos. Tarea nada fácil más no imposible. Cuando masticaba tales
opciones, una frase como un interruptor hizo clic en su cabeza: Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Y si
de alguna manera pudiera hacer que su madre y sus hermanos desaparecieran de la
faz de la tierra? Si eso sucediera, se acabarían todos y cada uno de sus
problemas. Pero él no era un asesino y tampoco quería serlo. Deseó con todas
sus fuerzas que eso ocurriera, aunque con el simple deseo sin actuación no
bastaba. Pensamiento y acción debían confluir para que eso sucediera. Tras
tales divagaciones entendió que no era el momento o más bien que no estaba
preparado para realizar acto alguno en contra de sus parientes por más que el
deseo de hacerlos desaparecer era superlativo.
Capítulo
13
Rumbo
a la capilla
Tras la visita a la abandonada casa de los
Romero y luego de hacerme saber parte de la interesante historia de Cicuta, que dicho sea de paso aún no me
había aclarado si alguien se la había contado o cómo era que había llegado a su
poder, por lo que, hasta el momento para mí, pecaba de cierta credibilidad, Tabaco hizo silencio y me instó,
mediante señas como parecía ser habitual en él, a que lo siguiera, y volvimos a
la camioneta. Casi demás está decir que por más que me devanaba los sesos aún
no había podido establecer ninguna relación entre aquella extraña historia de
la capilla y la casa de los Romero; a no ser que en ambos lugares reinaba el
abandono y tal vez, por qué no, se podía interpretar que existía algo
misterioso o de difícil explicación tanto en uno como en otro sitio. Pero de
ahí a vincularlos o fijar una conexión entre ellos, con la información que
tenía hasta el momento, era imposible.
Partimos hacia el otro lugar que íbamos a
visitar, que siempre di por sentado que era aquella misteriosa capilla
abandonada. Tabaco se había
ensimismado una vez más en sus pensamientos con la vista perdida al frente en
esos interminables caminos de colonia que solo él y tal vez un par de personas
más conocían. Como siempre, era él quien decidía cuando debía contarme las
cosas y en este momento no parecía que fuera a hacerlo. Por lo tanto, ayudado
por el vaivén adormecedor, aunque un tanto ruidoso, de la vieja camioneta, me
dejé llevar por mis pensamientos y ellos me condujeron a recordar aquella
historia que involucraba directamente a mi ocasional compañero de viaje.
El tipo que encontré aquella vez en el bar me
había inventado una historia que yo, muy iluso, me la había creído de cabo a
rabo. ¿Con qué objeto?, pues con la finalidad evidente de sacarme de la investigación
del curioso hecho. Pero, entonces, ¿estaba aliado con Álvarez? o ¿cada uno por
su parte tenía el mismo propósito? ¿Cómo supo aquél que yo iba a estar a esa
hora en un bar de mala muerte en medio del descampado? Porque, evidentemente,
el tipo me estaba esperando; o sea, él me encontró a mí y no yo a él como pensé
en aquel momento. Y si fue así, entonces alguien le dijo que yo andaba
preguntando por la capilla. O era una confabulación de partes para sacarme del
ruedo en el que caí por ocasional curioso, o fueron demasiadas casualidades las
que se dieron. Me incliné por la primera opción. Si el hombre que me encontré
en el bar estaba de acuerdo con alguien más, ¿quién era ese otro? ¿Tabaco? Yo no había conocido a nadie más
que a los hostiles vecinos que no me dieron información alguna sobre lo que
había ocurrido en la capilla. Llegado a este punto de mis conclusiones, se me
presentó una imagen en mis pensamientos y se quedó allí como detenida en el
tiempo por tan solo un instante, aunque suficiente como para que prestara
atención a ella. Esa imagen graficaba aquellas cortinas que se corrieron en la
casa de la huraña señora que fui a visitar en primer término. Tal vez el tipo
con el que me encontré en el bar era uno de los que estaban adentro de esa casa
en aquel momento. Era muy posible que haya sido así, ya que tras esa visita me
dirigí a preguntar a otro par de lugares considerablemente distantes de allí y
luego tuve el segundo mal encuentro con Tabaco
Álvarez. Lo que le dio el suficiente tiempo para adelantárseme e instalarse en
el bar y montar toda la puesta en escena que después llevó a cabo con el fin de
engañarme. Era probable que haya sucedido así, aunque hay que reconocer que
había mucho de fortuito en el asunto. ¿Cómo sabía que yo iba a tomar justo ese
camino y que iba a hacer un alto en ese
lugar a descansar y tomar algo? Como
quiera que sea, este razonamiento explicaba un tanto la forma en que había
llegado a mi encuentro aquel tipo que, ahora sabía, me había embaucado. Tendría
que preguntarle sobre ello a Tabaco.
De pronto, ya que iba con los ojos
entrecerrados, sentí que el vehículo aminoraba la marcha, para luego detenerse
a un lado del camino casi en la cabecera de un pequeño puente que descansaba
sobre el curso de un arroyito.
—Bájese y busque leña para prender fuego, que
yo voy a ver si puedo cazar algo que sirva para comer.
Me ordenó Tabaco
al tiempo que tomaba la conocida escopeta del espacio existente detrás del
asiento. Recién ahí caí en la cuenta de que ya serían horas del mediodía, aunque
mi estómago aún no me había dado aviso. Sin más se perdió, resuelto, entre la
espesura del monte que contorneaba al arroyo. No me hice rogar, junté unas
ramas finas del suelo como para prender y quebré otras, secas y más gruesas, de
espinillos; las que aún colgaban de los árboles, lo que me valió recibir unos
cuantos pinchazos en las manos. Busqué un lugar donde el pasto fuera escaso a
la sombra de una morera, puse papel que encontré detrás del asiento y cuando
estaba acomodando las ramitas me hizo pegar un salto un disparo cercano, que
rompió la monotonía e hizo eco entre los árboles acallando el canto de los
pájaros. A los cinco minutos, cuando el fuego ya tomaba forma calentando la
rudimentaria armazón de alambres que servía de parrilla, y que también había
encontrado detrás del asiento, volvió Tabaco,
sosteniendo la escopeta por la culata, cuyos caños, apoyados sobre su hombro,
apuntaban al cielo; en tanto que en la otra mano traía una liebre. Dejó el arma
sobre el capó de la camioneta, colgó de una rama al animal con las patas
abiertas y lo desolló con una habilidad de asombro. Le puso sal, que ustedes ya
sabrán de dónde sacó, y lo tiró sobre la parrilla.
Nos sentamos sobre un grueso tronco de un
árbol caído mirando las llamas a la espera de que se cocinara el almuerzo. Me
estaba abriendo el apetito el olorcito a carne asada que se comenzaba a sentir.
Me sorprendió —de hecho siempre lo hacía, tal vez por el tono de su vozarrón,
tal vez por su imprevisibilidad— la voz de Tabaco,
preguntando:
—¿Usted cree que uno tiene asignado de
antemano lo que debe ser en la vida? ¿Que no depende de cada uno de nosotros
hacer el camino o decidir la dirección que vamos a seguir?
Vaya
interrogantes —pensé entre mí—. Me quedé un rato
pensativo, tratando de discernir cuál era la mejor respuesta. Luego me escuché
decir:
—No creo que alguien venga a este mundo con
una misión preestablecida. Yo creo que la única finalidad del hombre al estar
acá, al ser parte de este lugar del universo, es tratar de encontrar su
felicidad. Generalmente equivoca los caminos para llegar a ella, tergiversa
motivos e incluso opta por tomar derroteros complejos cuando debería transitar
por los más simples y llanos. Existe mucha gente que está en presencia de un
estado pleno y ni siquiera se da cuenta hasta que lo pierde y no es algo que se
pueda recuperar con facilidad. Lo dejan pasar o no se dan cuenta por
inconformistas. Defecto este que, a mi criterio, es uno de los peores que puede
tener el ser humano. Siempre quiere más, nunca está conforme con lo que tiene o
con el entorno que le toca ocupar.
Me miraba con los ojos dilatados mientras yo
hablaba. No sé si porque no comprendía lo que yo decía o porque estaba perdido
entre asociaciones de ideas en concordancia con lo que escuchaba. Al fin
reaccionó:
—Veo que sus pensamientos no son muy
diferentes a los míos.
Se levantó, tomó una larga vara de sauce que
un momento antes había cortado para ese propósito, y le arrimó brasas a la
parrilla. Luego volvió a tomar asiento.
—Ahora, estoy de acuerdo con lo de la
inconformidad, pero muchas veces ocurre que sabemos que estamos ante un estado
pleno o de felicidad, como usted lo llama, que creemos haber alcanzado lo que
buscamos y nos costó tanto conseguir. En esos casos, ¿por qué siempre tiene que
suceder algo que termina por romper ese estado?
Como supuse que se refería a su situación
inmediata anterior a los hechos acaecidos en la capilla, de los cuales yo aún
no tenía certezas pero sí sospechas, pensé en decirle que eran contingencias de
la vida misma… Pensé en decirle que la felicidad se da cuando las dos personas
que hacen a la unión se encuentran en estado pleno, que quizás una de ellas no
era parte de esa plenitud y por eso ocurrió lo que ocurrió… Pensé en decirle
que la situación acontecida no se podía haber adivinado ni prevenido como todo
lo que está por llegar, ya que se trata del imprevisible condimento habitual
que nos toca disfrutar o padecer por el solo hecho de vivir… Pero, ninguna de
esas opciones dejó en algún momento de ser pensamiento. En cambio, solo dije:
—Tal vez eso ocurre como una forma de castigo
por algo que se hizo mal aunque no se recuerde. O, tal vez, estamos pagando un
alto precio por buscar aquello que definitivamente no merecemos por el solo
hecho de ser descendientes de Adán y Eva. No lo sé.
Pareció haber quedado satisfecho con la
respuesta o al menos si no lo estuvo no me lo hizo saber. Almorzamos en
silencio, nos refrescamos en las aguas cristalinas del arroyito y luego
volvimos a fijar el rumbo hacia la búsqueda de respuestas a mis interrogantes.
Capítulo
14
Entre
tormentas
Cicuta, en
su deambular sin destino camino a encontrar su lugar en el mundo, andaba por un
interminable sendero entre cerrados montes de espinillos, cinacinas, molles y
otros arbustos espinosos rastreros, cuando se despachó de que se aproximaba una
tormenta. Se dio cuenta por la oscuridad en la que se había inmerso el día y no
porque haya mirado hacia arriba, ya que él era como los chanchos, no le
interesaba nada de lo volátil sino, más bien, era animal de tierra firme. Apuró
el paso tratando de encontrar un sitio donde guarecerse. Mirando por encima de
los espinillos para certificar que era seria la amenaza climática, vislumbró
las copas de dos árboles enormes que se alzaban como a un centenar de metros a
su izquierda. Ya había desestimado la posibilidad de un par de alcantarillas
por el simple hecho de que si llovía mucho se llenarían de agua y encima de llovido, mojado —pensó—, con
una buena dosis de razón. Llegó hasta donde estaban los altos árboles con la
esperanza de que hubiera alguna casa o al menos una tapera con algún techo
donde poder resguardarse hasta que pasara la tormenta, pero no halló nada de
eso. Aunque sí se sorprendió de encontrar lo que a un primer vistazo le pareció
un buen refugio, y esto era un inmenso hueco que se había formado por la unión de
los dos troncos de los árboles que había divisado desde la lejanía y que
atrajeron su atención por la altura. Un gigantesco eucalipto y un no menos
imponente timbó que vaya uno a saber por qué circunstancia habían crecido
juntos. Sin duda que debían ser contemporáneos, si no, no se explicaría que uno
no haya ahogado al otro e incluso estaban pegados como si fueran siameses. Cicuta en algún momento ya lejano tal
vez hubiera admirado la belleza de la obra de la naturaleza, pero su situación
actual no daba lugar a sutilizas ni cursilerías. Tal vez por consecuencia de la
erosión de alguna vieja creciente, ya que era una zona relativamente baja y
cercana a un arroyo, se había formado en la base de los unidos troncos, donde
arrancaban las raíces, un hueco suficientemente grande como para protegerse con
holgura en su interior. Y no es que estuviera abierto de lado a lado, sino que,
una parte estaba protegida y, o casualidad, era justo el lado desde el que se
aproximaba la tormenta.
Luego de constatar que no hubiese zorrino,
comadreja o lagarto alguno en el lugar, aunque sí había huellas de que más de
un animal había pasado por allí o lo utilizaba de morada cada tanto, ingresó
gateando como ameritaba el escondrijo. Acomodó un poco la tierra suelta de
manera que quedara con caída hacia afuera por si daba vuelta el viento y
terminaba lloviendo en la boca del agujero. Puso su maleta y tomó asiento sobre
ella, recostando su espalda contra una de las gruesas raíces que horadaba la
tierra en forma vertical y flexionó las piernas al estilo indio. Aspiró y
exhaló con profundidad un par de veces, cerró los ojos en actitud reflexiva e
intentó librarse de sus pensamientos y tal vez dormir un rato hasta que pasara
la tormenta.
Incluso con los ojos entrecerrados pudo
vislumbrar el fogonazo del relámpago antes de que estallara casi sobre su
cabeza. Ahí se dio cuenta de que había cometido un error casi infantil, pues
bien sabido lo tenía que los árboles más altos siempre están más propensos a
recibir las descargas eléctricas. No obstante, no le dio la importancia que se
merecía el asunto. Tal vez no se dejó intimidar o tal vez no le importó en
absoluto lo que pudiera suceder con su persona hastiado como estaba de recibir
pálida tras pálida.
Afuera parecía noche cerrada y eso que eran
las tres de la tarde. Fue una tormenta con fuertes vientos, cargada de
electricidad y con grandes aguaceros que le hicieron temer en algún momento que
el refugio buscado no era del todo seguro. Cayeron, calculó, más de cien
milímetros en poco más de dos horas, lo que hizo que el par de árboles que le
servía de guarida al estar en un nivel un tanto más alto que el entorno, haya
quedado rodeado de agua conformando una pequeña isla en medio del monte.
Cicuta,
mientras se desencadenaba la tormenta, nunca dejó de pensar y de imaginar cosas
y posibles sucesos. Bah, en realidad nunca dejaba de hacerlo. Estaba casi
convencido de que la virtud de la imaginación en el ser humano, que todos
consideraban como tal, para él era un defecto, un castigo. Él se imaginaba desde
hacía muchísimo tiempo cosas que podían suceder y la manera en que podían
satisfacerlo considerando todas las posibles contras como para no tener
demasiado margen de error, y sin embargo, nunca sucedían como él anticipaba que
podían suceder. Lo imaginado siempre era errático. Nunca pasaban las cosas de
la manera que se imaginaba. Entonces, ¿de qué servía imaginarse un mundo ideal?
Si de ninguna manera lo podía lograr o tener al alcance de sus manos, por más
que el mundo que anhelara fuera discreto, sin demasiadas pretensiones y acorde
a su paladar plagado de simplicidad; si la providencia, el destino o las
fuerzas que decidieran en consecuencia a lo actuado siempre le tiraban míseros
restos de lo pedido o determinaban lisa y llanamente otra cosa. En conclusión,
él creía que el que se lo haya dotado al hombre de imaginación era un castigo
más que una virtud. Tal vez solo tendría que acostumbrarse a aceptar las
migajas que las circunstancias iban poniendo a su alcance, como lo haría un
pajarito, pasando sin ton ni son por la vida, desapareciendo un día sin que
nadie se diera cuenta, sin un mísero redoblar de campanas, sin el llanto de un
ser querido, sin nada.
Tales los divagares mentales que muchas veces
invadían al muchacho, lo atormentaban y lo tiraban abajo. No obstante, había
una voz interior, por ahora un tanto más poderosa que la otra, que lo impulsaba
a seguir buscando su lugar. Él no renegaba de su origen, jamás lo había hecho.
Por más que sus raíces estaban torcidas y putrefactas él intentaría enderezar
al menos uno de sus retoños. Se habría llamado cobarde si hubiera renegado y
esa palabra era considerada por él como equivalente a aquella otra que no le
gustaba ni siquiera pensar y que evitaba pronunciar casi desde siempre; desde
que la escuchó asociada de manera directa a la relación de sus padres.
Precisamente, pensando en sus familiares, no
se imaginaba en absoluto a su madre ni mucho menos a sus hermanos teniendo los
pensamientos, los divagares mentales, las incongruencias, los análisis
sicológicos que él se hacía casi a diario. No podría aseverarlo de su padre, ya
que lo había escuchado hablar tan pocas veces, que tal escasez de frases
hilvanadas no alcanzaban para llegar a hacer un análisis de su personalidad.
Aunque, ya se sabe, lo que imaginamos jamás coincide con lo que en realidad
después sucede.
Debido a ello, a esas diferencias bien
marcadas, a su criterio, entre la forma de ser de su familia y su manera de
desenvolverse, es que tenía la certeza de que era distinto. Que era como el
último orejón del tarro, o como la oveja negra del rebaño; y que no estaba en
el lugar correcto. A veces hasta tenía la sensación de haber sido invadido por
alguna musa o por algún ente, alma o espíritu ajeno que pensaba y actuaba por
él…
En fin, entre la tormenta climática del
exterior que no terminaba de disiparse y la de pensamientos en el interior del
muchacho, que al parecer se había pospuesto para cuando despertara, la
oscuridad diaria se hizo nocturna acarreando con ella imaginaciones y sueños
que, tal vez, en discordia con las ideas del muchacho, algún día se harían
realidad.
Capítulo
15
Imán
de problemas
Hacía unos meses que trabajaba en una granja
donde se criaban pollos parrilleros. Era el encargado de proveerles alimento
balanceado, darles agua, ventilarlos y demás tareas concernientes a su
desarrollo.
La cuestión era que los patrones del muchacho
tenían una hija que ni bien vio a Cicuta
se enamoró perdidamente de él. Una morochita con un cuerpo de infarto que
derretía hasta la tierra con solo mirarla. Se habían encontrado y habían tenido
sexo un par de veces, pero siempre en lugares discretos, alejados, propicios
para no ser descubiertos, porque él sabía que si los padres llegaban a
enterarse de lo de ellos seguro lo fletaban, y bien es sabido que no se jode
donde se come. Pero bueno, ese era su pensamiento que parecía no concordar
demasiado con el de la llamativa señorita.
Cicuta no
sabía con exactitud cuáles eran las virtudes de un hombre que atraían a las
mujeres, pero le constaba que él parecía tenerlas ya que se le venían como las
moscas al azúcar. Aunque también sabía que cada vez que había dejado acercar a
una de ellas más de la cuenta, eso le había acarreado problemas y no había
tenido más remedio que tomar distancia.
Resultó que un buen día de verano—o no tan
bueno, considerado el caso—, a la hora de la siesta, después de acarrear las
bolsas de alimento, que el camión de la empresa avícola había descargado a la
mañana, hacia el interior de uno de los galpones, Cicuta se quitó la remera y así con el torso desnudo se dirigió
hacia el bebedero de los animales que estaba detrás de la casa con ánimos de
refrescarse. Una vez que se echó agua encima y se vio aliviado, giró para
dirigirse al galponcito donde tenía sus pertenencias con el fin de buscar una
chomba limpia. Lo sorprendió el encontrarse cara a cara con la morochita. Los
patrones dormían la siesta o, al menos, eso era lo que creía la chica, por lo
cual se pegó a Cicuta. Tomó sus manos
y llevó una hasta su entrepierna, en tanto que adhirió la otra a uno de sus
pechos, mordiéndose el labio inferior, disfrutando ante la atónita mirada del
muchacho. Mirada atónita y sorprendida, porque él, por estar ubicado de frente
a la casa, vio que la madre de la chica estaba observando toda la escena. No
supo qué hacer, por lo tanto no realizó movimiento alguno. A la chica le llamó
la atención su pasividad, sabía que él era de los que no se quedaban quietos,
así que se volvió siguiendo la dirección de su mirada. El hecho de ver a su
madre y reaccionar sucedió casi al unísono. Quitó las manos de Cicuta de su cuerpo con violencia y con
más vehemencia aún hizo estallar la cachetada en la mejilla del hombre, al
tiempo que increpaba:
—¡Degenerado! ¿Quién te creés que soy para
andar metiéndome mano?
Si la chica lo hubiese inculpado con
cualquiera de los otros veinticinco vocablos factibles de ser utilizados en esa
circunstancia, él la habría comprendido y disculpado, pero fue a ocupar justo
el único que no debía. El último que el muchacho hubiera querido escuchar
pronunciar por sus labios de miel que tantas satisfacciones le habían brindado.
Absorbió el golpe bajo con altivez. No se supo si la muchacha llegó a
interpretar lo que él le mandó a decir con la mirada y que la tachaba de
asesina de ilusiones, pero claramente entendió que lo que alguna vez los unió
ya no era tal; por lo que desapareció corriendo hacia la casa, con los ojos
empañados y ahogando el llanto que pugnaba por salir.
Él fue hasta el galpón, tomó sus pertenencias
y a los veinte minutos del desgraciado suceso ya establecía rumbo a seguir
buscando su lugar, pensando en que él nunca generaba esas situaciones
problemáticas, sino que ellas venían a su encuentro. Lo atraían como la carroña
a los caranchos.
Capítulo
16
Una
gran idea
Era uno de esos ya clásicos días de
peregrinaje sin un destino prefijado. El muchacho se encontró, casi por
sorpresa, ya que solía caminar con la cabeza gacha, e inmiscuido en sus
pensamientos, con una pequeña capilla. Estaba situada a un lado del camino y
casi en medio de la nada. Luego de verla, recordó que había cruzado a varias
personas caminando en sentido contrario. Debía ser sábado, o domingo quizás, y
tal vez recién habían salido tras haber participado de la misa. Él nunca había
sido muy apegado a la religión ni muy adepto a Dios y tampoco terminaba de
entender por qué tantas personas tenían la necesidad de creer en su poder
superior, por el hecho de que cada vez que él lo había invocado no había
recibido ni la más mísera respuesta. El caso fue, que detenido allí, entremedio
de las dos sinuosas e interminables huellas del camino rural, con la vista fija
en la rudimentaria construcción, Cicuta
sintió que por su cabeza rondaba una idea. Y que ésta casi al mismo tiempo era
analizada por su intelecto, tornándola factible de realización —y ya sabemos el
nivel de tozudez que tenía el muchacho cuando se le fijaba una idea—. Además de
ese motivador pensamiento que lo embargó, percibió una especie de cosquilleo,
como que el lugar ejercía una cierta atracción hacia su persona, como que de
alguna manera lo llamaba, murmurándole al oído: ¿qué tal si es este el lugar que tanto buscaste?
Esa rara mezcla entre magnetismo externo y
pensamiento positivo llevó a que el muchacho se terminara por preguntar: ¿qué puedo perder si lo intento? Nada —se respondió—, sin que medie pausa
entre interrogante y contestación. Por lo tanto echó a andar hacia la entrada
de la capilla con paso lento aunque firme y convincente.
Encontró al párroco muy amable y abierto a
escuchar lo poco que él tenía para decirle. Era un hombre de unos sesenta y
cinco años que estaba encargado de esa parroquia y de otras dos en colonias
vecinas. Extrañamente al muchacho no le costó demasiado entrar en confianza con
él, abrirse y contarle sus problemas.
Como era de suponer, el padre no siempre se
encontraba allí. A lo sumo estaba un par de días cada dos semanas, así que Cicuta se dedicó a buscar trabajo en la
zona y lo consiguió como hachero en una propiedad cercana.
Su interés por la iglesia fue creciendo a
medida que visitaba y charlaba con el experimentado párroco y, por ende, su
idea, aquella que se le había ocurrido cuando estaba parado en medio de la
calle observando por primera vez la capilla, tomaba más y más forma. Hasta que
consideró que había llegado el momento de hacérsela saber al padre cura. Lo
estaba ayudando a recoger las cosas luego de que se realizara el oficio
religioso del domingo, cuando se lo dijo casi al pasar. El párroco se detuvo en
seco y lo miró fijo un buen tiempo. Al ver que el muchacho ni siquiera parpadeó
como convencido de su intención, le respondió con un escueto:
—Bien, veré qué puedo hacer.
A Cicuta
le supo a contestación de circunstancia, como aquella que da una persona para
salir del atolladero cuando se ve comprometida por una pregunta o una acotación
que no esperaba, como que al párroco su idea no le había resultado en absoluto
posible de realización. Debido a ello toda su estantería se vino abajo, se
derrumbó llevando consigo: su gran último sueño, sus creencias renovadas y sus
posibilidades de salir adelante a través de la fe.
No hizo acto de presencia en la siguiente
visita del párroco a la capilla, tampoco en las subsiguientes. Solo se dedicó a
trabajar en silencio, tratando de despilfarrar todas las energías bajo el yugo
diario, aunque su inquieta mente ya estaba en tratativas de elaborar alguna
nueva posibilidad que le permitiera seguir buscando su lugar en el mundo. Hasta
hacía unos días estaba convencido de haberlo encontrado en la fe, pues ahora
precisamente fe era lo que le faltaba. Necesitaba creer en algo ya que su amigo
el párroco le había fallado, no creyendo en él ni en sus posibilidades para ser
hombre de Dios.
Estaba sentado en una banquito de los de
ordeñar las vacas delante del granero, lugar donde habitualmente descansaba,
tomando unos mates, cuando lo sorprendió la llegada del patrón. Sorpresa dada
por su actitud, ya que los domingos después de concurrir a misa con su familia,
siempre se iban a dar una vuelta por la ciudad o a visitar a algún pariente y
no volvían hasta la tardecita. El hombre le dijo que se pusiera una pilcha
adecuada que el párroco quería hablar con él. No se hizo rogar. Una luz de
esperanza comenzaba a iluminar nuevamente su mirada y por lógica su gran idea.
Y su gran idea brilló en todo su esplendor
cuando el sacerdote le informó que habían aceptado su ingreso al seminario de
Paraná por recomendación suya, y que, además, debido a su condición, le
otorgarían una beca para que pudiera pagar sus estudios. No pudo resistirse y
le prodigó un fuerte abrazo al padre cura, pidiéndole perdón por haber dudado
de él y de su buena fe.
Tuvo que viajar un par de veces a su pueblo
natal con el fin de reunir la documentación necesaria para ingresar, lo que
habría sido una ardua tarea si no lo hubiera ayudado el párroco con sus
llamados telefónicos o haciendo acto de presencia para que le facilitaran tales
formularios en ausencia de sus padres.
Una vez instalado en su habitación del
seminario, solo se dedicó a estudiar.
Su carrera al ansiado sacerdocio le llevó su
buen tiempo, ya que en primer término debió cumplir con la educación secundaria
necesaria para luego hacer el seminario mayor.
Casi demás está decir que José Romero —ya lo
de Cicuta había quedado en la
nebulosa del olvido—, creyó haber encontrado su lugar y que eso le hizo ganar
confianza, lo ayudó a creer en sí mismo, lo hizo saberse dueño de su voluntad
y, por ende, lo obligó a actuar de acuerdo al sentido común, a los mandatos del
Señor y a su instinto de buen samaritano. Salvo en contadas ocasiones donde el
subconsciente lo traicionaba, trayéndole recuerdos aletargados, mostrándoselos
como recientes, renovándolos como para que no terminara de olvidarlos nunca
más.
Capítulo
17
En
alusión a ella
El entorno se veía difuso como si alguien
hubiera borroneado los contornos de la nitidez. Aunque eso no interesaba
demasiado, lo que sí tenía su importancia era la voluptuosidad de la mujer que
venía a su encuentro. Conocía muy bien ese grácil corretear, ese desplazar
felino como sobre algodones y esos pechos, que subían y bajaban con absoluta
libertad, que tanta mella hacían a su rectitud, a su linealidad, a sus
prejuicios. Sí, era ella, era la mujer que siempre tuvo en sus pensamientos,
tanto en los obscenos como en los puros, tanto en los morbosos como en los
correctos. La que los reunía y era dueña de todos ellos. La que se había
instalado, casi desde que escuchó caer el primer cascotazo, en su corazón y se
había quedado allí para no salir jamás; pase lo que pase, suceda lo que suceda,
transcurra el tiempo que transcurra. Llegó hasta él y lo rodeó con sus brazos.
Con la efusividad de siempre, pero con la diferencia de que esta vez él la dejó
seguir. Lo besó fervientemente, con devoción, como recuperando algún tiempo
perdido. Él no se quedó atrás. Se sacaron a los tirones la ropa, como pudieron,
sin dejar de besarse. Si alguien los hubiera estado observando habría pensado
que tenían el tiempo contado y que después de tantos minutos de amarse todo
acabaría y por ende tenían que aprovechar hasta el último segundo. Tal vez no
era así, pero así lo interpretaron ellos y así lo llevaron a cabo. Cayó la
última prenda al suelo al mismo tiempo que ellos caían unidos sobre la cama.
Sus bocas nunca se despegaron quizás con temor de no volver a juntarse. Sus cuerpos
se unieron con ansiedad de años y lograron satisfacer mínimamente esa pasión
aletargada aunque siempre latente cual lava de un volcán que descansara en su
lapso de inactividad.
Agotada por la rapidez y la efusividad del
acto, ella se retiró de sobre el cuerpo del hombre, girando y acostándose a su
lado, boca arriba como él. Este abrió los ojos que tenía entrecerrados, aún
disfrutando de la pasión del encuentro. Ladeó levemente la cabeza hacia ella
para mirarla y agradecerle con una sonrisa… sonrisa que se congeló para luego
transformarse en una mueca, ahogando un grito en la garganta al reconocerla:
¡Era su hermana!
Volteó el cuerpo hacia el otro lado y se
sentó en el borde de la cama dándole la espalda. La acción hizo que despertara
sorprendiéndose de encontrarse sentado en la cama de su habitación del
seminario y con un bulto considerable en la parte de adelante del pijama, que
lo obligó a sentir vergüenza propia por el estado en que se encontraba y por lo
que había soñado. Aunque en el fondo se alegraba de que no haya sido real,
sobre todo el final.
Capítulo
18
Presagio
de tragedia
No recordaba haber realizado viaje alguno,
pero lo cierto es que estaba allí, en la casa de su madre, en la que lo
albergara en los primeros años de su vida. Se encontraba parado en el umbral de
la puerta de dos hojas que daba ingreso. Se sentía un olor dulzón, penetrante.
No había faroles encendidos y salvo la entrada principal estaba todo cerrado.
Solo se proyectaba a través de la puerta la tenue claridad del día encapotado
reinante en el exterior. Desatrancó y abrió de par en par los postigos de las
dos ventanas que daban al frente. Ahora sí podía vislumbrar con cierta claridad
los detalles, aunque bien podría haber caminado entre ellos inmerso en la
oscuridad sin ninguna dificultad. Todo estaba igual que hace un montón de años.
Le llamaba la atención el silencio que reinaba. Si bien sabía que sus hermanos
y su madre eran de escaso hablar, también sabía que eran de los que no se
quedaban quietos durante el día. Siempre algo estaban haciendo. Fue al
dormitorio de Elena, abrió la ventana y nada. La cama vacía y tendida. Luego
fue al dormitorio de Abel y al abrir la ventana se sorprendió de no encontrar
cama alguna. Estaba el viejo y conocido placar con el espejo rajado y nada más.
Solo el piso de ladrillos que despedía olor a humedad y a suciedad de encierro.
Aromas que se mezclaban con aquél que había percibido al entrar y que parecía
estar en todos lados. Cuando abrió el dormitorio de su madre, lo avanzó, lo
rodeó y lo invadió cual fuego en un incendio, ese olor dulzón, cálido y
putrefacto; nauseabundo. No obstante la leve claridad que ingresaba por la
puerta, no alcanzaba a divisar nada que le permitiera despejar la incógnita
sobre su procedencia. Tapándose la nariz y la boca con una mano avanzó hacia la
ventana con ánimos de abrirla. Su pierna chocó con algo a la altura de la tibia
haciendo que se atragantara con una puteada debido al dolor. Se agachó, tanteó
con la mano y rodeó lo que sea que hubiera en su camino, y abrió la ventana. Al
girar, por más que su subconsciente ya había presagiado la presencia de la
muerte en simple asociación con el olor y en cierta manera lo había preparado,
el cuadro que se presentó ante sus ojos lo dejó estupefacto. Tardó una treintena
de segundos en reaccionar. En el dormitorio había otra cama además de la
matrimonial y esa era la que estaba ubicada en un lugar no habitual y que lo
había hecho tropezar un momento antes. Pero eso era una minucia al lado de lo
demás. Un cuerpo yacía sobre la cama de una plaza con la boca y los ojos
abiertos mirando sin ver el techo. Una colcha lo cubría hasta el cuello, no
obstante ello supo que era el cadáver de su madre. En tanto, en la cama grande
había otros dos cuerpos también invadidos por la rigidez post mortem. Pero lo
más sorprendente de estos eran las posiciones en que se encontraban. La mujer
estaba boca arriba, desnuda, con las piernas entreabiertas, tenía los ojos casi
fuera de las órbitas y la boca abierta con un palmo de lengua fuera de ella,
como si hubiera sido estrangulada. El hombre yacía encima de ella, desnudo, con
los pantalones en los tobillos y los zapatos puestos, boca abajo, ubicado entre
las piernas de la mujer, con la parte superior de su cuerpo levemente inclinada
hacia la izquierda, como si se hubiera dormido sobre ella después de tener
sexo. Pero eso no había ocurrido así a juzgar por el negro agujero que
presentaba en la sien derecha y por el revólver que descansaba al lado de
ambos.
Cicuta,
luego de reaccionar y tras observar la macabra escena, se aprestó a salir. Giró
bruscamente y eso hizo que se enredara los pies con algo que había en el suelo,
lo que provocó que se diera de bruces contra el piso. Y también logró hacerlo
despertar de su pesadilla, transpirado y enredado con las sábanas, en su cama
de la habitación del seminario.
Capítulo
19
La
postergada visita
La calma había reemplazado a la ansiedad que
lo había invadido en los días previos al viaje e incluso durante parte del
trayecto, que había sido cubierto por un par de colectivos. Ahora, después de
bajarse del último de ellos, estando ya a kilómetro y medio de la casa de su
madre, era como que la tranquilidad de lo inevitable se hubiera apoderado de su
personalidad. Era como que algo o alguien le hiciera saber que estaba haciendo
lo correcto.
Iba por el camino de tierra, tantas veces
transitado cuando niño y durante la adolescencia, pensando en la cantidad de
ocasiones en que había postergado la visita. Postergaciones que le habían
valido otras tantas noches en vela, tachándose de egoísta. Sentía que era una
obligación tratar de hablar con ellos. No tanto con su madre porque ya sabía
que no aceptaría consejo alguno de él, pero sí con sus hermanos. Lo sentía así
como hombre que ahora militaba en las filas de Dios. No para advertirles de lo
malo de sus acciones, no para inculparlos por las faltas cometidas, tampoco
para perdonarlos por ellas; sino, simplemente para hablarles de lo que vendría,
sobre cómo se desenvolverían cuando la madre no esté al lado de ellos como sobre
protectora, como manejadora de sus nulas voluntades. La vieja ya tenía más de
setenta años y por más que hacía quince que no la veía, no había que ser muy
sagaz para darse cuenta que con el tipo de vida que había llevado siempre,
sumado a las conocidas cargas mentales que por más que el que las lleva crea
que no lo afectan, lo hacen y mucho; seguro no le quedaría demasiado hilo en el
carretel.
Llegó a la tranquera de entrada que estaba
igual que la última vez que la saltó, aquél día en el que dejó su hogar
prometiéndose jamás volver; tal vez un cachito más caída, con las maderas más
carcomidas por los bichos y la humedad. Zafó la cadena del gancho, abrió, entró
y volvió a cerrar, lo que demostraba que su tranquilidad no era aparente; si lo
hubiera sido, seguro la habría saltado. Lo recibieron un par de perros
extrañamente silenciosos y zalameros, como… como si lo hubiesen conocido, cosa
imposible ya que no deberían tener más de seis o siete años. Solo lo
olisquearon. ¿Sería que él despedía los mismos olores o tendría el mismo andar
que los de su familia y que por eso lo habían reconocido como tal? Extraño
actuar el de los canes, sin duda. No obstante, tal incongruencia quedó
inmediatamente en un segundo plano al levantar la vista y mirar hacia la casa.
Allí estaban, formando fila cual cuartel
militar. Su madre con su hermano a la derecha y su hermana a la izquierda, con
sus miradas en consonancia con la formación: serias, intransigentes e
interrogantes. Salvo la vieja, por cuestiones obvias, ya que se apoyaba en un
rudimentario bastón, encorvada tal vez por algún problema de cadera, aunque eso
no le había quitado la mirada inquebrantable de siempre; los demás estaban
parados con los pies juntos, los brazos en jarra y las manos apoyadas en la
cintura. El lenguaje corporal de cada uno de ellos y de todos en su conjunto
expresaba el mismo interrogante: ¿Qué
hacés vos acá? Como Cicuta
adivinó a la perfección la pregunta que no había sido formulada, se acercó
hasta quedar a una decena de pasos de sus parientes, y desde allí contestó:
—No tengan miedo, no traje a nadie conmigo. No
hay persona que sepa sobre las oscuras verdades que ustedes esconden. No vengo
a pedirles explicaciones, tampoco a juzgarlos. Ustedes son personas mayores,
dueñas de sus actos y por lo tanto sabrán hacer frente a las consecuencias que
ellos acarreen y si no se hacen cargo, entonces mamá lo arregla —agregó con
sorna, aunque sus interlocutores ni mosquearon—. Juré, aquella vez, después de
enterarme de la muerte accidental —recalcó la palabra— del viejo, que jamás
volvería. Que a partir de ese momento los negaría como madre y como hermanos.
Pero, evidentemente los lazos de sangre por algo existen, y tiran y atraen
aunque estén forjados sobre la incorrección misma. Siempre, desde aquel ingrato
momento, hubo algo que me los recordó, avisándome que había quedado algo
pendiente, algo sin resolver entre ustedes y yo. Algo que en principio no supe
interpretar y cuando logré hacerlo me llevó un buen tiempo juntar el coraje y
la paz necesarios para enfrentarme una vez más a ustedes.
Hizo una pausa para tomar el aire que le
faltaba, el ambiente estaba enrarecido por un calor húmedo sumado al olor
penetrante a bosta de vaca que llegaba desde los corrales. Instante que
aprovechó la vieja para meter púa, con voz carrasposa y calma, aunque no por
ello menos sarcástica, apuntó:
—Veo que el orejano se llenó de veneno
andando por quién sabe dónde y ahora vino a ventilarse con los que abandonó.
Cicuta,
sin dar demasiada importancia al insulto de su madre, prosiguió:
—Y cuando digo entre ustedes y yo, me refiero
a vos Abel y a vos Elena —dijo, señalándolos, quiénes lo miraron con sus
mejores caras de bobetas.
—Sí, mi deuda con ustedes es: advertirles,
llamarles la atención, abrirles los ojos o como quieran llamarlo, sobre qué van
a hacer cuando no esté esa señora al lado de ustedes —señaló a su madre—, y no
pueda decirles qué es lo que deben hacer a cada momento o cómo resolver las
situaciones inesperadas que se les presenten.
Sus hermanos lo miraron absortos, sorprendidos,
como… como si nunca hubieran pensado en la posibilidad de que su madre les
fuera a faltar. En tanto, la vieja destilaba furia a través de la mirada. Si
hubiera podido correr, seguro le habría partido el bastón en la cabeza a su
hijo menor, aunque tal vez no lo habría podido alcanzar porque este ya había
considerado cumplida su misión y había echado a andar en la que creía su última
visita al lugar.
Capítulo
20
Destino:
la capilla
Continuamos por el zigzagueante y bacheado
camino al son del monótono ronroneo de la vieja camioneta. Según mis cálculos y
teniendo en cuenta que el tipo conocía todos los atajos, debíamos estar en
inmediaciones de la zona de la capilla, pero como él, inmerso en su habitual
estado taciturno, no largaba prenda; yo, dominado por la inseguridad, tampoco
le pregunté.
Por primera vez en mucho tiempo miré hacia
arriba. El cielo estaba encapotado feo. Nubes oscuras pasaban raudas y bajas.
Presté atención y sí, se escuchaban truenos, un tanto lejanos y en parte
ahogados por el ruido de la chata. Miré hacia donde estimé que estaba el
sudoeste y los refucilos, aún bajos, surcaban el firmamento. No tardaría en
alcanzarnos la tormenta. Debíamos encontrar algún refugio a la brevedad ya que
el vehículo no ofrecía garantía alguna. De hecho hasta le faltaban los vidrios
de las ventanillas. No obstante, Tabaco
ni se inmutó, siguió en su ensimismamiento como si estuviera transitando bajo
un lozano sol de primavera.
Observando la oscuridad del cielo y la
cercanía de los cargados nubarrones que lo ocultaban, no puse cuidado en que
estábamos cerca de arribar al lugar señalado. Allí estaba, impertérrita,
solitaria, misteriosa e imponente. Me sorprendí de haber utilizado los mismos
adjetivos que usé antes para definir a su cuidador, y me causó un
estremecimiento el verla así, de un golpe de vista, de forma inesperada. En
cierta manera, me alegró el hecho de que no haya perdido sus interrogantes, su
misterioso encanto, que conserve sus dudas intactas. Sentí latir con fuerza el
corazón en mi pecho, lo que me resultaba una señal inequívoca de que allí había
una incertidumbre a resolver.
Con todo el jolgorio que me invadió por haber
llegado al lugar, me había olvidado de la tormenta. Fenómeno que se hizo notar
soplando con intensidad, trayendo hacia nosotros pastos secos, arbustos, restos
de ramas y una nube de polvo y tierra, ya que comenzó en seco sin una gota de
lluvia. Se presentía brava. Tabaco,
inmutable como siempre, conminó:
—Métase en la capilla hombre hasta que pase,
seguro que en un rato viene piedra y mucha agua.
Lo miré, no entendiendo, ya que pensé que
iría conmigo. Se anticipó a mi pregunta:
—Vaya usted, yo jamás volveré a entrar a ese
lugar bajo ninguna circunstancia. Esperaré acá hasta que pase.
Y como para afirmar lo que decía, una vez que
bajé de la camioneta, lo hizo él. Sacó de atrás del asiento una tabla que
luego, volviendo a subir, colocó tapando la ventanilla del lado que llegaba la
tormenta para, posteriormente sentarse en forma perpendicular a la posición de
manejo y apoyar su espalda en ella con el fin de sostenerla de esa manera.
Cruzó las piernas extendidas sobre el asiento y echándose el sombrero sobre los
ojos con el propósito, tal vez, de dormir una siesta, dijo:
—Vaya de una vez hombre que lo van a lastimar
las piedras.
Aún incrédulo por la actitud del tipo, partí
corriendo hacia la capilla. Salté por encima del portón de hierro y cuando
llegué a la puerta de ingreso a la casa de Dios, un fogonazo lo iluminó todo y
una milésima de segundos después, o tal vez menos, el consecuente rayo
resquebrajó la monotonía del lugar provocándome una momentánea parálisis.
Podría jurar que toda la capilla tembló y hasta aseveraría que el fenómeno cayó
sobre ella. Casi al mismo instante, comenzó a escucharse el clásico tac… tac… tac…
en un golpeteo más pesado que el de las gotas de agua de lluvia. Tabaco, como buen hombre de campo que
era, había acertado con su pronóstico.
Ingresé al templo. Todo estaba casi como en
aquella ocasión, tal vez un poco más deteriorado por la obviedad del paso del
tiempo. Miré hacia arriba y sí, allí sobre las cabriadas estaban los búhos con
los ojos más grandes que de costumbre, tal vez asustados aún por la caída del
rayo. Caminé hacia el púlpito sintiendo la presión de una fuerza externa,
innegable e inapelable que me hizo abstraer totalmente del entorno tormentoso.
No se percibía allí, ni el silbar del fuerte viento que sabía ocurría afuera,
ni el ruido de las piedras o de la lluvia sobre el techo a pesar de ser este de
chapas. Era como que el lugar tenía una atmósfera particular que todo lo
absorbía y yo estaba inmerso en ella, porque me había dejado llevar o porque me
había atraído sin que me diera cuenta. Algo infinitamente misterioso pasaba
allí, de eso no me quedaban dudas. Solo faltaba saber si ello estaba provisto
de maldad o no, pero, ¿cómo podría determinar tal cosa? o ¿qué tendría que
ocurrir para que lo pueda averiguar? En realidad, tenía serias dudas de que
vaya a pasar algo allí que me llegara a contestar tales interrogantes.
Terminaba de hilvanar tales conclusiones
cuando ocurrió algo sorprendente desde todo punto de vista: un relámpago, que
se extendió en el tiempo, iluminó todo el interior de la capilla, ingresando su
enceguecedora luz a través de las pequeñas ventanas que había a lo largo de
ambos laterales. Pero eso no fue lo notable, sí lo fue lo que resaltó ante mis
ojos al ingresar tanta claridad desde el exterior. En el lugar físico donde
antes estuviera colgada la pesada cruz, pues ahí estaba, pendiendo de las
cadenas del techo, como si fuera un holograma proyectado por el intenso
refucilo. Quedé estupefacto, tieso, sin articular movimiento alguno, lo que
duró la luz del relámpago y un poco más. Cuando reaccioné miré hacia el piso y
sí, como pensaba, allí seguía descansando, abatida, la gran madera cruzada con
su Cristo. Volví a mirar hacia arriba y nada, no había nada pendiendo del techo
como hacía un momento me había mostrado la imponente luz del relámpago que, a
propósito, no acarreó ningún posterior rayo o, al menos, yo no lo escuché.
Extrañado, confuso, incrédulo, hasta
consternado, y con un inenarrable temor metido en las entrañas, retrocedí sin
quitar la vista del lugar donde había aparecido la imagen fantasmagórica hasta
que mi espalda chocó con la entornada puerta de ingreso y también eso logró
generarme temor. Salí. Me temblaban los talones y me castañeaban los dientes, y
no era porque había refrescado o me hubiera humedecido con la lluvia; no señor.
Ya no caía granizo y la lluvia había amainado su fuerza así como el viento. Sin
pensarlo, me dirigí corriendo hacia la camioneta de Tabaco y subí a ella casi sin esperar a que bajara los pies del
asiento, quitándole la comodidad que aparentaba tener. Con el índice de la mano
derecha tiró hacia atrás el sombrero que tenía sobre los ojos, luego me miró
con una chispa de ironía y una sonrisa socarrona pintada en los labios.
—¿Me pareció o usted salió corriendo de la
capilla como alma que persigue el diablo?
Lo miré con una mezcla de miedo, reproche e
inquisición.
—Usted sabía lo que iba a pasar, me trajo a
propósito para que me desayunara con mis propios ojos.
Me miró con esa pinta de sobrador que le
conocía desde la primera vez que lo vi, precisamente, en este mismo lugar.
Luego perdió la vista en cierto punto lejano, al frente de la camioneta.
—Tal vez sí, tal vez no. Realmente no sé
cuándo van a dejar de ocurrir estas cosas.
O sea que el tipo sabía que pasaban “cosas
raras”, de eso no cabían dudas. Lo que no me terminaba de cerrar era: si Tabaco me había traído para que yo
sintiera o viviera en carne propia lo que sucedía puertas adentro de la
capilla, ¿cómo pudo calcular con absoluta precisión el momento en que llegaría
la tormenta? Sin tener en cuenta que él descontaba que me iba a encontrar en
seguida y que yo no opondría resistencia alguna a viajar en su compañía. Tómese
esto como algo irrefutable ya que el tipo conocía mi desmesurado interés en la
historia de la capilla. Ahora, me fue a buscar a casi doscientos kilómetros de
distancia, al momento del encuentro el cielo estaba límpido, el sol brillaba a
pleno y no existían vestigios de tormenta alguna. Además, después me llevó a
otro lugar donde estuvimos un par de horas. ¿Tan preciso era el tipo en el
pronóstico del tiempo y para calcular todo de antemano y no errarle ni siquiera
en un par de minutos? Realmente admirable.
Abstraído en mis pensamientos, iluso de mí,
ni siquiera tenía en cuenta que la única persona que me podía esclarecer la
mayoría de los sucesos, estaba a mi lado y, precisamente, me había ido a buscar
con esa finalidad. Lo miré, seguía con la vista fija perdida en la lejanía y el
único signo de vida que presentaba era el movimiento de su mandíbula, aunque
lento y parsimonioso. No quisiera estar ni en la mente ni en la piel del tipo,
definitivamente no. Solo se adivinaban tormentos bajo ellas. Me sorprendió una
vez más cuando habló:
—Lo escucho, pregunte lo que quiera.
Ni que hubiera sabido lo que yo pensaba,
aunque tampoco había que ser muy notable para darse cuenta, en honor a la
verdad. No obstante, no me permití vacilaciones y disparé, casi a boca de
jarro:
—¿Qué fue lo que sucedió entre el párroco y
su mujer?
Tabaco detuvo su masticar, se mordió el labio
superior, expulsó un grueso escupitajo, que pasó por delante de mis narices y
fue a caer en medio de los globitos que hacía la lluvia en un charco de agua, y
tras un carraspeo, contestó:
—Que yo sepa, nada. Según todos los demás, se
entendían. A mí no me consta, aunque siempre tendré la duda.
—¿A qué vinieron, entonces, las afirmaciones
de la demás gente?
—Mire, el único que sabe tal cual lo que pasó
aquella vez ahí adentro, nos mira desde arriba y usted acaba de ver cómo se
comporta cada vez que alguien entra a la capilla. Entre otras cosas, para eso
lo traje, para que alguien más sepa lo que allí ocurre y me saque la duda que a
veces tengo, de pensar que estoy loco. Cuénteme, ¿qué es lo que vio?
Entendí perfectamente lo que sentía el tipo.
Yo, en su lugar, tal vez no hubiera digerido semejante carga mental y a esta
altura quizás fuera el más serio cliente del loquero más cercano.
—En principio, se siente una presión que
aprieta en el ambiente, muy llamativa para el lugar. He entrado a decenas de
iglesias o parroquias y lo que se percibe en ellas es la tranquilidad, la paz,
el silencio que reina; a esto ya lo había sufrido aquella primera vez que vine.
Y después, esa fantasmagórica aparición de la imagen de la inmensa cruz
colgada, cuando bien sabemos que está en el suelo, tras la enceguecedora
iluminación de un persistente relámpago, que hasta ahora estoy dudando si fue
tal. Suceso que, si no se palpara que está impregnado de malicia o, al menos,
de vestigios de venganza o de castigo, lo habría tomado como una aparición
fantástica digna de alabanza.
Durante el tiempo que me tomó relatarle el
hecho, Tabaco me estuvo mirando fijo,
sin pestañear siquiera, y hasta había detenido el accionar de su mandíbula.
Cuando terminé, bajó la vista, se mordió el labio y dijo:
—Tal cual —y, como sin darle importancia,
agregó—, eso ocurre los días de tormenta.
Eso hizo que recordara lo que me había
contado el tipo en aquel bar perdido en un camino de colonia: me había dicho
que Tabaco había salido a buscar a su
mujer en medio de una tormenta. Entonces habían estado dadas las condiciones
para que pudiera haber ocurrido lo que pasó ahora. La pregunta era obvia, no
obstante la realicé:
—¿Aquella vez sucedió lo mismo que hoy?
Había retornado al ensimismamiento, con las
pupilas dilatadas y la mirada fija perdida en el infinito, tal vez añorando un
tiempo pasado mejor, contestó sin cambiar su postura.
—No lo creo. Esto es consecuencia directa de
aquella errática decisión del párroco. Esto es… —se tomó un respiro, como si lo
necesitara, sacó su labio inferior enroscándolo sobre sí mismo, sumándole
intriga al momento—… es un castigo de Dios.
Capítulo
21
De
sospecha a certeza
A medida que se acercaba a la casa, en su
visita posterior al reencuentro, el poco habitual viento del norte le traía
presagios de tragedia. Aromas a osamenta entremezclados con los dulzones de los
espinillos. Volaban panaderos desprendidos de los cardos secos y el cielo cada
tanto era surcado por alguna que otra baba del diablo. Pero, eso no era todo,
el ambiente estaba invadido, a pesar de la calma chicha del mediodía, por un
rumor casi constante e inexplicable que él como buen hombre de campo
interpretaba como anormal.
—Pucha —pensó Cicuta—, pareciera que todo me indicara que voy al encuentro de una
desgracia.
Mientras más cerca de su casa estaba, más
nítido se hacía el olor a podrido y ya casi no había resabios de aromas a
espinillo que lo atenuaran. Ahora sí había que agregarle ese otro murmullo que
había escuchado pero no identificado. Eran mugidos desesperados de vacas
símiles a los de aquellas madres que no encuentran a sus terneros ya sea porque
se los sacaron o simplemente por estar perdidos en la maleza. Pero, no era un
solo vacuno el que balaba, era al menos una decena, por lo cual entendió que
los animales estarían encerrados desde hacía tiempo. Aunque no fue eso lo que
más lo alarmó, lo que sí lo hizo fue la posible causa de que aquellos
estuvieran en los corrales tanto tiempo y que los hacía clamar desesperados por
ayuda. Ya no tenía dudas de que los constantes mugidos provenían de la casa de
su madre. Aceleró el paso, más bien corrió, pasó de un salto el portón de
entrada. Ni siquiera los perros salieron a recibirlo, tal vez se habían alejado
asqueados por el olor o cansados del ruido de las vacas. Pateó la puerta del
cerco que rodeaba la casa, que cedió sin problemas ante el improperio. El tufo
ya era casi insoportable y provenía como sospechaba del interior de la casa.
Llegó desesperado a la puerta de entrada y se sorprendió de encontrarla cerrada
y trancada desde adentro. Sorpresa que se acentuó al palpar las demás entradas
ya que estaban todas en iguales condiciones. La sospecha que se había instalado
en el camino cuando presintió tragedia iba tomando forma y rápidamente se iba
transformando en certeza. Gritó, desaforado, llamando a su madre y luego a sus
hermanos. Silencio. Le respondió el silencio solo interrumpido por las vacas y
sus constantes mugidos. Pensó en cómo entrar a la casa pues sabía que era casi
imposible forzar las aberturas, con sus gruesos postigos cerrados desde adentro
y las trancas puestas. Solo había un lugar y ese era la claraboya del baño que
daba al techo. Miró en derredor buscando algo que le sirviera para ingresar por
allí. Manoteó un rollito de alambre de San Martín que había colgado en el cerco
y sacó una piedra de un cantero de descuidadas hortensias y pensó en tirarlas
arriba del techo, para luego subir él. Su idea era romper la claraboya,
enganchar el alambre al techo y descender por él. Estaba actuando casi por
inercia, pero, entonces, su parte razonable lo invadió y le preguntó: ¿Qué ganás con entrar? Solo que sospechen de
vos. Sabés exactamente qué es lo que vas a encontrar adentro, detalle más
detalle menos es lo que soñaste hombre.
Tras escuchar a su voz interior una extraña
calma se apoderó de él. La sospecha ya era certeza, por más que no lo hubiera
certificado con sus propios ojos. No obstante se preguntó si esa especie de
desinterés, de falta de compromiso hacia sus familiares, que muchas veces
sentía, sería consecuencia de la degeneración de la que él creía formar parte
dentro de la raza humana. No supo responderse.
Colgó el alambre, dejó la piedra donde antes
estuviera, y miró por última vez la casa que lo había cobijado y visto crecer.
Dio media vuelta y se dirigió a los corrales. Les abrió la puerta a las vacas y
a las ovejas que salieron atropelladamente en búsqueda de comida y agua. Luego
se dirigió al granero. Era un lugar que siempre le generó rechazo, casi desde
su infancia cuando recibía los duros castigos de su madre en el sótano y más
aún desde que tenía la firme sospecha de que a su padre lo habían matado allí.
Tal vez fue porque algo lo atraía o lo llamaba de alguna manera, o tal vez por
la incomprensible morbosidad de la mente humana que nos obliga a frecuentar
lugares donde han ocurrido hechos trágicos, o solo lo hizo para guardarse una
última imagen del lugar, ya que no pensaba volver a pisar jamás allí.
Ni bien abrió la puerta, se quedó pasmado.
Luego se dijo que definitivamente esa no era la imagen que quería archivar. No
obstante, casi con seguridad, era la que quedaría grabada en sus retinas para
siempre, quiera o no. Ante sus ojos y pendientes de la viga principal que
sostenía el techo, había tres horcas, perfectamente alineadas y equidistantes
entre sí, listas para su macabra finalidad. Y bajo cada una de ellas, estaban
ubicados tres rudimentarios taburetes armados ex profeso y unidos entre ellos
por una cadena, de manera que si uno se caía se derrumbaran los demás. No fuera
que alguien se arrepienta a último momento. Debía reconocer que se habían preparado muy bien
para acabar en simultáneo con la rabia —pensó esto haciendo alusión a aquella
frase que lo perseguía desde hacía tiempo—, pero algo falló que hizo que hayan
cambiado de método, aunque no de idea.
Arrimó las puertas del granero no sin antes
mirar de reojo un poco más allá y hacia abajo. La entrada al sótano estaba
levantada, no obstante no tenía el más mínimo interés en saber nada más ni de
su padre, ni de su madre, ni de sus hermanos. A partir de ese momento eran
historia y del tipo de historia que quería olvidar.
Volvió al pueblo caminando ya que no quería
que alguien lo viera y de alguna manera lo relacionara con lo que pudo haber
pasado. Llamó desde un teléfono público de la terminal dando aviso a la policía
sobre extraños olores que se percibían en una propiedad de la colonia y colgó
cuando le solicitaron el nombre. Si querían ir iban a ir y si no, él había
cumplido en avisar. Se tomó un colectivo y retornó a la ciudad con la firme
certeza de que sus más oscuros deseos se habían transformado en realidad. Ya
encargaría el diario del día siguiente para confirmar la noticia.
Capítulo
22
Esa
mirada
Luego de ocurrida la tragedia de sus
familiares, el tiempo transcurrió casi extrañamente sereno —si tenemos en
cuenta lo que había sido su trajinar hasta el momento—, aunque trayendo brisas de
progreso a la vida de José Romero. Habían muerto los perros y por ende se
habían llevado la rabia. Pudo al fin consagrar su vida al sacerdocio al
servicio del Señor, convencido definitivamente de haber encontrado su lugar en
el mundo. En paz con su alma y con la firme creencia de no tener pendientes que
arreglar o solucionar.
Estuvo haciendo las prácticas que exigía el
sacerdocio en los diversos lugares a los que fue asignado, hasta que llegó el
grato día en que la superioridad consideró que estaba preparado para hacerse
cargo de pregonar la palabra de Dios en soledad y desde un lugar específico. Lo
llamaron del arzobispado y le ofrecieron quedar al frente de —o casualidad— las
tres capillas que aún tenía a cargo aquel viejo párroco al que le debía su consagración,
pues él pasaría a retiro; cosa lógica por otra parte ya que debía tener sus
largos ochenta años. Por supuesto, aceptó el desafío. No era lo mejor a lo que
podía aspirar, pero podía adivinar que el viejo párroco lo había recomendado
una vez más y habría sido muy desconsiderado de su parte negarse a ello. Haría
el sacrificio de viajar a la colonia unos años y luego pediría que se le asigne
algún otro destino. Hacía un buen tiempo que José Romero no cuestionaba las
decisiones que lo involucraban. Es más, en general se mostraba satisfecho con
lo que le tocaba y daba por sentado que era la voluntad del Señor la que
decidía.
Así que Cicuta,
ya hecho hombre y sacerdote, un buen día volvió a aquella modesta capilla, la
que con su sola estampa lo había impregnado de la idea que hizo que tomara una
de las decisiones más importantes de su vida.
Se dedicó con devoción a enseñar la palabra
de Dios. La gente que concurría a la capilla lo terminó por amar sin
concesiones por su simpleza, por su hablar sencillo, por sus ejemplos claros,
por su sonrisa sincera, por mostrarse como uno más de ellos a pesar de su
formación, y también por su mano dura cuando había que establecer criterios o
castigos a la hora de tratar ciertas faltas graves.
Se encariñó con el lugar, por lo cual, con
ayuda de los vecinos, construyeron una pequeña pieza detrás de la capilla donde
pudiese descansar cuando tuviera ánimos de quedarse más a menudo. Cosa que él
aprovechó, tomándolo como su sitio de residencia; solo viajaba los fines de
semana en los que debía oficiar en las otras capillas.
Pero, ya se sabe que la vida de Cicuta parecía estar signada por algo
más, por algo indescifrable que lo perseguía y no lo dejaba estar en paz por
demasiado tiempo. Sus períodos buenos duraban muy poco y en esta oportunidad el
lapso de tranquilidad se había extendido bastante más que en otras ocasiones.
Era un domingo de otoño con un sol espléndido. Había transcurrido parte de la
misa y la gente hacía fila para comulgar. El párroco les ofrecía el cuerpo de
Cristo como era habitual, con la predisposición de siempre, mirando cara a cara
a cada uno de los feligreses que se detenía ante él; hasta que llegó el último
de la fila o, mejor dicho: la última, porque era una mujer. Cuando levantó la
vista, luego de tomar la hostia, y se encontró con esos ojos pardos, se le
aceleró el corazón, su respiración se entrecortó y se dio cuenta de que
comenzaba a hacer calor al tiempo que tragaba saliva ruidosamente. Conocía esos
ojos, vaya si los conocía. Esa mirada libidinosa, cargada de lujuria y a la vez
tan rebosante de amor… de amor jamás correspondido aunque siempre presente, le
era muy familiar, aunque él creía que había quedado definitivamente en el
olvido. Ahora, su corazón, su pensamiento, y su no proceder: su falta de reacción
ante la situación, le estaban certificando lo contrario. Se mordió el labio
inferior al tiempo que reemprendía el movimiento que había quedado
interrumpido, y que llevaba la hostia hacia los labios entreabiertos y
palpitantes de la siempre atractiva Rosita Martínez.
Capítulo
23
El
final
Tabaco
terminó de contarme el episodio de la atrayente historia de Cicuta y se quedó mirándome fijo,
ansioso, como tratando de discernir si yo había comprendido todo lo que él
deseaba que comprendiera. Recién en ese momento vislumbré una posible relación
existente entre aquella historia y la que él me estaba contando.
—O sea que la mujer que murió con el cura acá
en la capilla era Rosita Martínez…
Asintió con la cabeza sin dejar de mirarme,
con los ojos desorbitados, como alentándome a que siguiera con mis
asociaciones.
—Y el cura era Cicuta…
Volvió a asentir sin siquiera pestañear.
—O sea que Rosita Martínez era su mujer…
Esta vez parpadeó, un tanto molesto, aunque
resignado ante el reconocimiento de la irremediable verdad. Hizo un movimiento
de cabeza que me indicó que yo estaba en lo cierto.
—Pero… ¿Cómo? ¿No era que su señora se
llamaba Ana Lía?
—Ana Lía Rosa Martínez. Le decían Rosita
desde que era chica.
—¡Diablos! —no pude evitar maldecir—.
¡Diablos! ¡Que me parta un rayo si el mundo no es pañuelo!
—Tal cual y por las dudas no se acuerde de
los rayos —agregó, con un toque de humor negro o sarcasmo muy propio de él.
—Claro… Ahora sí es como que todo cierra
—dije, pensativo, y después de una pausa, pregunté—: ¿Cómo fue que usted supo
de toda la historia de Cicuta?
—Yo me casé con Rosita conociendo la relación
que ellos habían tenido y, no me pregunte por qué, pero siempre le creí a mi
mujer cada cosa que me contó. Era una de esas personas que hacen que uno confíe
ciegamente en ellas. Yo sabía que continuaba perdidamente enamorada de él y
acepté casarme con ella consciente de que Cicuta
estaba desaparecido y podía volver cualquier día y hacer que nuestra relación
se vaya al diablo, aunque él no se lo propusiera ya que eso podía ocurrir con
su sola presencia. Imagínese lo que sentí cuando Rosita me contó que lo había
encontrado en la parroquia. Por supuesto, cuando me aclaró que era el párroco
me quedé más tranquilo. Usted no se imagina la cara de felicidad que ella tenía
por volver a verlo después de tantos años. ¿Quién era yo para prohibir que se
vieran, cuando estaba enterado de todo lo que había ocurrido entre ellos y
había aceptado que Rosita fuera mi mujer conociendo sus profundos sentimientos
hacia Cicuta? Se encontraban casi
todos los días, y charlaban horas y horas, y yo estaba al tanto de lo que
hablaban porque Rosita me lo contaba. Por eso conozco la historia de él con
todos los detalles.
—¿Y, cómo fue que ocurrió lo de sus muertes?
—Fue muy simple, pasa que la gente se
alimenta de habladurías y cada cuál que escucha la historia cuando la transmite
le agrega su parte, como usted por ejemplo que trató de darle un toque más
misterioso que lo que le contaron —la ligué de carambola, aunque acepto mi
culpabilidad—. Un tiempo antes y debido a las fuertes tormentas que castigaban
la zona, colocamos encima de la capilla un pararrayos con conexión a tierra a
través de un grueso cable similar a los de alta tensión, que bajaba por uno de
los laterales de modo que la mayor descarga eléctrica se realizara por él y no
por intermedio de la estructura de la construcción. Cicuta, valiéndose de los conocimientos adquiridos por medio del
duro trabajo diario realizado en su juventud que lo obligó a saber de todo un
poco, preparó el terreno para cuando se produjera una tormenta eléctrica.
Tendió un alambre acerado casi invisible a simple vista conectado al cable que
bajaba del pararrayos. Lo pasó por una de las altas ventanas, luego por las
cadenas que sostenían la cruz y dejó la punta colgando para tomarse de ella
cuando estallara la tormenta, que como usted sabe ocurren y muy seguido por
acá. Hay que reconocer que el hombre tuvo el azar a su favor porque no es fácil
programar algo como eso y que resultara tal cuál como lo pensó. Evidentemente
el tipo estaba muy convencido de hacer lo que hizo y, al fin y al cabo, terminó
por comprender la idea de su voz interior que tantas veces le había recalcado
aquello de muerto el perro se acabó la rabia. O sea que, finalmente entendió
que tal frase era aplicable a su persona y no a los demás que conformaban su
familia como había creído siempre.
—En cuanto a lo de la desnudez de ambos al
morir se preguntará usted. Tal vez presintiendo su eminente final, a último
momento dio rienda suelta a sus bajos instintos con la única mujer que amó y
que nunca supo por qué siempre rechazó. Tal vez se dio cuenta de que había
perdido el tiempo, que había sido en vano todo su sacrificio y quiso compensar
aunque sea con migajas a esa mujer que él injustamente había considerado
indigna de él. O, quizás, al final comprendió que no servía de nada tratar de
negarse a los mandatos de los genes. Nunca sabremos exactamente qué fue lo que
pasó por su cabeza, que lo llevó a quitarse la vida junto a su amada de toda la
vida. El accionar de ella, mirándolo desde su punto de vista, tal vez sea un
tanto más comprensible teniendo en cuenta la magnitud de los sentimientos que
siempre tuvo por él.
Tabaco, al
terminar de hablar, levantó la cabeza mirando al cielo y caminó unos pasos
alejándose de mí. Llenó sus pulmones de aire y luego se desinfló haciendo mucho
ruido como aliviándose de redondear la historia. Repitió la acción un par de
veces. Luego giró, avanzó hacia mí y me miró fijo, como lo había hecho un rato
antes a la espera de que yo haya comprendido como se entrelazaban ambos
sucesos; con esa mirada inquietante e indescifrable que poseía. Como después de
transcurrido un extenso minuto, seguía observándome del mismo modo sin soltar
palabra, me impacienté:
—¿Qué? ¿Por qué me mira así? ¿Qué pasa?
Me observó socarronamente unos segundos más y
luego, cortante y profundo, clavó el estiletazo:
—Sabe que el padre de Rosita y la madre de Cicuta en algún momento se entendieron…