sábado, 10 de marzo de 2018

Los Impuros: Novela breve publicada por Editorial Autores de Argentina - Año 2014



Ilustración: Natalia Ragni: Aiter - www.ilustranaty.blogspot.com.ar



PREFACIO
Lo amé desde el preciso momento en que mis ojos chocaron con su imagen, luego de que rodáramos por el suelo y él terminara por apretar con su cuerpo el mío; o tal vez ahí fue que confirmé la sensación que tuve un rato antes, cuando lo vi ingresar a las ruinas y lancé la primera piedra buscando su atención…
…por él daría mi vida y mi muerte. Es parte esencial de mi ser. Sin él no soy; mi existencia solo transcurre, sin ton ni son, sin matices, sin alternancias, sin nada. Me limito a resistir y a esperar; sin él no vivo…
…no me explico a qué se debe esa tremenda atracción que ejerce sobre mí. Es como una obsesión o como una adicción muy difícil de entender; tal vez solo baste con decir que me siento plena, que no me falta nada, que podría morir en paz en su sola presencia…
…es un vínculo extraño el que nos une aunque él no termine de entenderlo. Su subconsciente es mi aliado al no mostrarle con claridad la situación, pero también es mi enemigo al no dejarlo ir más allá…
…sé que me ha abandonado aunque puedo asegurar que percibo su presencia, que su halo me acompaña siempre y que sus pensamientos están permanentemente en mí, y que con ellos me ha besado, me ha desnudado, ha ultrajado mi cuerpo y mi alma, y me ha poseído de mil formas distintas; tal como yo lo he hecho con él…
…también sé que un día cualquiera volverá y ese día será el más feliz de mi vida… Y tal vez, solo tal vez, desde ese momento no haya Cristo ni muerte que nos separe…






Capítulo 1
La capilla
Estaba ubicada a un lado del camino de colonia, prácticamente en medio de la nada, solo había campos: algunos sembrados, otros con enmarañados montes de espinillos. Se tenía que observar a la lejanía para encontrar alguna vivienda. Tenía aspecto de estar abandonada. Los altos yuyos cubrían su entorno, además del sendero de ladrillos de la entrada. Incluso la hiedra que tapizaba parte de sus paredes hacía pensar eso. Llamaba la atención la casi ausencia de árboles alrededor de ella como sumándose a tal condición. Decidí hacer un alto en el viaje y visitar o más bien observar con la intención de saber el porqué del abandono. No era algo muy asiduo encontrar una capilla en ese estado.
Cuando fui a abrir el portoncito de hierro forjado enclavado entre dos postes de ñandubay me encontré con que estaba cerrado con una gruesa cadena y un candado. Oxidados ambos en su totalidad, clara muestra de que por allí hacía rato que nadie pasaba. Mi curiosidad iba en franco ascenso. Trepé y sorteé por encima el alambre de púas. Llegué hasta la pesada puerta de doble hoja de madera, ya corroída por el paso del tiempo sin mantenimiento alguno. Me costó trabajo abrirla pero lo logré. Me invadió el tufo caluroso a encierro de mucho tiempo y me sobresaltó el aletear de aves que, en un primer momento creí eran palomas que habían tomado como vivienda la otrora casa de Dios; pero no, eran búhos los invasores, ingresados seguramente a través del campanario. La construcción no era muy sofisticada a diferencia de la mayoría de las capillas o iglesias que conocía. Un extenso salón que tendría unos veinticinco metros de largo por unos siete u ocho de ancho. Los bancos, que en realidad no eran tales, estaban hechos de troncos de eucaliptos y tablas, tal vez producto del mismo árbol, clavadas encima. Aún estaban prolijamente ubicados a un lado y otro de un pasillo central que llevaba desde la puerta de ingreso en línea recta hacia el altar. El techo estaba formado por cabriadas de madera —refugio de los búhos— y chapas de zinc, lo cual justificaba la alta temperatura que allí reinaba. En ambas paredes laterales, a una altura de unos cuatro metros y casi en la totalidad de la extensión del salón, había una hilera interminable de pequeños ventanales rectangulares, más altos que anchos, con arco en la parte superior que cumplían la función de dar claridad. Al fondo, o sea al frente de donde yo estaba  parado, descansaba una imagen en escultura de un santo que no identifiqué a la distancia. A un lado y al otro de la estatua, dibujados simétricamente sobre el muro mismo, enfrentados, un par de ángeles en actitud oratoria daban el marco adecuado al lugar. Al centro, delante de la escultura, estaba el altar donde el párroco debía realizar los oficios religiosos. Pero, lo que llamó poderosamente mi atención, era una gran cruz, que tendría al menos cuatro metros de largo por dos y medio de ancho. Estaba tendida en el suelo, delante del espacio que había entre los primeros bancos y el sobre nivel donde estaba ubicado el altar, como que se hubiera caído. Me acerqué a ella y confirmé mi suposición. Estaba hecha de madera dura, pesada, y tanto en cada una de las puntas laterales como en el extremo superior estaban atornilladas sendas cadenas. Miré hacia arriba y me percaté de que había estado colgada. Lo raro de ello es que del techo pendían tres trozos similares a los que estaban prendidos en la cruz, como si hubieran sido cortados a propósito por alguna fuerza extraña.
Me sorprendió mi percepción y un estremecimiento recorrió mi cuerpo a la vez que un sudor frío transitaba por mi espalda en contraste con el calor reinante allí adentro. Resolví salir a tomar aire, había algo en el lugar que no estaba bien a pesar de ser una capilla. Se respiraba denso y hasta los pelillos de los brazos se me habían erizado sin que yo pudiera dar una explicación sensata al respecto.
Tomé aire y recuperé la normalidad de mi respiración. Recorrí los alrededores y me encontré con otro hecho que llamó mi atención: debajo de los yuyos en varios sitios, a un lado y otro de la construcción, había restos de troncos de árboles quemados casi al ras de la tierra.
Con tantas incógnitas rondando en mi cabeza no me había dado cuenta que, frente a la capilla y cruzando la calle, había detenido su marcha una vieja camioneta Dodge con caja de madera. En su interior, un hombre con aspecto de campesino me miraba por debajo del ala de un sucio sombrero de paja, con una especie de sorna mezclada con maldad dibujada en el rostro. Mascaba algo que, luego por su escupitajo, supe era tabaco. La pinta del tipo no sé si infundía miedo pero sí al menos respeto. Barba larga, descuidada, canosa. Vestía una camisa con cuadros leñadores. Por la ventanilla de la camioneta asomaba un solo tirador que cruzaba su pecho y desaparecía tras el hombro del otro lado.
—Oiga, se nota que usted no tiene problemas por donde vive y se los viene a buscar acá. Yo que usted me largaría ya, olvidándome de todo lo que pude haber visto ahí.
Sin más, expulsando un asqueroso escupitajo y haciéndome una especie de venia con la mano derecha, se fue inmerso en el ronroneo de su vieja camioneta.
Vaya —pensé—, cuando detuve mi vehículo por una simple curiosidad frente a la capilla jamás imaginé que media hora después tendría tantas preguntas sin respuesta. Y eso no era algo muy de mi agrado. Saqué mi cámara, le tomé una fotografía al objeto de mis interrogantes y me alejé de allí con la intención de buscar alguna casa habitada en las cercanías donde pudiera despejar dudas al respecto, no dándole demasiada importancia a la advertencia del tipo.
Hice un par de kilómetros hasta encontrar unas huellas que me llevaron a una vieja y destartalada tranquera de entrada a una propiedad. Con un poco de esfuerzo la pude abrir, levantándola, ya que el poste que la sostenía había cedido y a duras penas la soportaba y, por ende, arrastraba en el suelo.  Después de transitar por un maltrecho camino que hizo bambolear mi viejo coche durante una decena de centenares de metros, me recibió el ladrido de media docena de perros enfurecidos, evidentemente no acostumbrados a recibir demasiadas visitas. Me quedé adentro por temor a que me mordieran hasta que apareció una señora de edad un tanto indefinida, aunque seguramente más de sesenta tendría, quien con un solo chistido hizo desaparecer a todos los perros con la cola entre las patas. Aproveché tal circunstancia, bajé y me dirigí a ella:
—Buenas tardes, señora.
Me respondió con un escueto:
—Buenas. ¿Qué quiere?
—Pasaba por el camino vecinal y me llamó la atención la capilla abandonada y bueno… Quería saber más al respecto, si usted tendría la amabilidad de informarme.
A medida que yo hablaba, su aspecto, ya de por sí poco sociable, se iba tornando cada vez más intransigente.
—No hay nada que yo pueda decirle y nada que usted necesite saber sobre eso.
Sin más, pegó media vuelta y se dirigió hacia una especie de establo a continuar con sus tareas campestres que habían sido momentáneamente interrumpidas. Volteé la vista y tal vez con intención, o no, la fijé en la casa que estaba a unos treinta metros de allí. Fue automático el desplazarse de un par de cortinas de otra igual cantidad de ventanas, por lo cual deduje que al menos dos personas más habitaban aquel lugar. Como los perros, en ausencia de la señora, estaban aproximándose peligrosamente, opté por subir al auto e irme de allí con aún más interrogantes que los que había llevado.
Visité un par más de vecinos con símil resultado. Nadie largaba prenda sobre lo que pudo haber ocurrido en la capilla, porque ya no me quedaban dudas de que algo había pasado, si no, ¿cuál sería el motivo de querer ocultar algo que no sucedió? Al menos ese era mi razonamiento e iba enfrascado en ello cuando sentí un golpe en la parte trasera de mi coche que me hizo bambolear con brusquedad hacia atrás y hacia adelante. Aún no me había recuperado de la sorpresa, cuando sentí otro golpe, más fuerte que el anterior y el clásico ruido de chapa contra chapa producido en los choques. Como pude desplacé el auto hacia un lado del camino y detuve la marcha. Cuando fui a abrir la puerta para bajar, la vieja camioneta del campesino masca tabaco se estacionó a centímetros de mi cara, no permitiéndome abrirla, por lo cual supe que había sido él el autor de la agresión. Desde adentro y a través de la ventanilla, me señalaba con una escopeta de doble caño, moviéndola en forma amenazadora como si no fuera suficiente con su cara de loco y lo malvado de su mirada.
—Ya le advertí una vez y esta es la última. Lárguese y olvídese que estuvo aquí. Si lo veo rondando por acá dentro de una hora, no hablaré yo, lo hará ella.
Me sugirió, agitando el arma de grueso calibre. Soltó uno de sus asquerosos escupitajos, que pegó en el capó de mi coche, y se fue, haciendo escarbar las ruedas traseras de su camioneta y logrando hacerme tragar la tierra que se levantó.
Lo concreto fue, que la advertencia surtió su efecto. Bajé a ver si los daños eran considerables. Solo abollones, así que partí rumbo a alejarme de ese lugar. Lo tomaría como una mala experiencia y como una cuestión sin resolver por más que me llamara poderosamente la atención. Tenía la plena seguridad, recordando la cara endemoniada del campesino, que el tipo iba a cumplir con la amenaza. Agregué el hecho a mi carpeta de pendientes para algún día volver acompañado y así poder resolver el enigma.
Habría transcurrido al menos un par de horas de mi partida de la zona de la capilla cuando me encontré, siempre transitando por caminos rurales, con unas casitas. En una de ellas un escueto cartel decía: Despensa y Bar. Como ya iba un tanto cansado de manejar por esos caminos zigzagueantes y en mal estado, sumado esto a los anteriores aconteceres que habían alterado mi tranquilidad habitual, resolví hacer un alto con el fin de estirar las piernas y tomar un trago.
Me acomodé en un viejo taburete y pedí un tinto. Observé alrededor de mí. El lugar estaba dividido en dos sectores bien diferenciados, la despensa allá y el bar acá. Un largo mostrador separaba el sector de los clientes del propio del bolichero. Detrás de él, a un lado, había una enorme y vieja heladera de madera, de esas con bisagras metálicas, donde se conservaban las bebidas frescas. Al frente y hacia el otro lado, estaban situadas unas interminables estanterías, llenas algunas, raleadas otras, de bebidas, de todos los tipos y todas las edades, cubiertas de polvo. Se adivinaban fácilmente aquellas que se ocupaban con más asiduidad porque tenían los dedos del bolichero marcados. La suciedad no era algo que preocupaba allí, evidentemente. El techo era alto con tirantes de madera dura, ladrillos calzados y encima tejas, lo que hacía que estuviera muy agradable allí adentro. Una decena de mesas completaban el ambiente del bar. Todas vacías, salvo la de la esquina más alejada de mi vista que, casi en penumbras, estaba ocupada por un tipo que supuse estaba durmiendo. Volví la vista y la perdí entre los anaqueles abarrotados de bebidas, aunque sin verlos. En mi pensamiento, por más esfuerzo que hacía para ladearla, estaba instalada la imagen de la capilla abandonada.
Me sacó de mi abstracción, una mano apoyada en mi hombro. El dueño de la mano era el hombre que, hasta hacía un momento, dormía plácidamente en la mesa del rincón. Alto, flaco, con aspecto andrajoso, pelo largo descuidado y barba de al menos una semana. El clásico tipo que vive de changas aquí y allá, supuse.
—Oiga, maestro —le escuché decir—. ¿Usted va para la ciudad?
Asentí, tras lo cual preguntó:
—¿Me podría arrimar?
No vi inconveniente alguno en hacerlo y por otro lado siempre me había intrigado conocer la particular manera de vivir de personajes así, de modo que volví a asentir.
A la media hora estábamos viajando rumbo a la ciudad y alejándome de la aún fresca imagen de la intrigante capilla.
Hablando de todo un poco con mi ocasional compañero de viaje, pude darme cuenta de que era un tipo con bastante cultura y no un limitado en conocimientos como suele ser la gente de su ámbito. De manera que, y a esto en honor a la verdad lo tenía pensado desde que resolví que viaje conmigo, encaré el tema que me estaba volviendo loco. Para mi sorpresa el hombre ni se inmutó cuando hice alusión al hecho.
—Cuando llegué a esta zona, hace ya como cinco años, me llamó la atención tanto como a usted y cuando pregunté tampoco recibí respuesta. Pero, a través de todo ese tiempo uno va conociendo a la gente del lugar. Un día me encontré con un mendigo, el viejo Sorraquín, a quién, debido a su condición, nadie le había advertido para que no cuente el secreto sobre lo ocurrido. Aunque parezca mentira, este hombre paraba en un viejo galpón de la granja de Álvarez, al que seguramente usted ya conoció porque es el que se ocupa de amenazar a cuanta gente se acerque a curiosear a la capilla. En oportunidad de hacer unos trabajos para Tabaco pude entablar amistad con el viejo Sorraquín, quién terminó contándome la misteriosa historia…
Ocurrió que Hermenegildo Álvarez —luego del infortunio comenzó a mascar tabaco por lo cual se ganó el apodo que ahora lleva— y su señora Ana Lía eran asiduos concurrentes a la capilla. Incluso la señora era más habitual aún que su marido.
Álvarez se dirigió una mañana a buscar a su mujer que se había ausentado de su casa a la madrugada diciéndole que necesitaba ver al capellán. En medio de una gran tormenta eléctrica, llegó raudamente y empujó con fuerza la puerta de ingreso a la capilla. Lo que encontró no lo hubiera querido hallar jamás. Su mujer y el párroco estaban tirados en el suelo, boca arriba, desnudos. La cabeza de ambos reposaba sobre la intersección de la enorme cruz que antes colgara del techo y que ahora estaba tendida en el piso. Cada uno de los cuerpos hacía un ángulo de cuarenta y cinco grados con los brazos de la cruz, dibujando una macabra figura simétrica con el Cristo en el medio.
Nunca se supo qué fue lo que los mató. Si hubiera sido la cruz al caerse habrían tenido golpes o moretones o sangre en algún punto, pero los cuerpos estaban intactos, sin rasguño alguno. Solo presentaban una casi indescriptible expresión de pavor. Como si algo inesperado y desconocido los hubiera sorprendido. Se pensó en un rayo, pero los cuerpos deberían haber estado carbonizados y aún así no existía posibilidad concreta de que pudiera haber ingresado por algún lugar tal manifestación meteorológica. No había nada roto. Todo estaba cerrado. Lo que sí se encontró fue una infinidad de restos de mampostería, de pedazos de revoque, como si toda la estructura de la capilla hubiera temblado ante el desconocido fenómeno ocurrido o, tal vez, por la simple caída de la gran cruz desde lo alto de su ubicación hasta el piso. Hipótesis también negada por no existir ni el más mínimo daño en los mosaicos donde debió haber caído. Además, había que tener en cuenta el inexplicable corte de las gruesas cadenas que la sostenían.
Muchos lo consideraron un castigo de Dios al pecado cometido por el párroco y la mujer en la casa del Señor, aunque los más pesimistas llegaron a murmurar que el lugar había sido tomado por el diablo.
Álvarez, después de encontrarse con ese panorama, se volvió loco. Sus creencias se borraron con la velocidad de un chasquido de dedos. Llamó a las autoridades que se ocupaban de esa zona para que certificaran las muertes y luego hizo un hoyo en el fondo del terreno de la capilla y los enterró a ambos.
Días más tarde, preso de la furia, prendió fuego los pastizales alrededor del templo con la intención de que se quemara. Para así no tener que verlo nunca más, y de esta manera poder aliviar un tanto su pena. Pero, como sumándose a los misterios ya conocidos, la construcción nunca tomó fuego. Se quemó todo a su alrededor: el pasto, los yuyos, los árboles, pero la capilla permaneció intacta. Era como que un cordón invisible la protegiera. Aún no conforme con eso, intentó prendarla desde adentro. No logrando hacerlo jamás, ya que cada vez que acercaba el fuego al ocasional combustible, la llama, como soplada por un ente imaginario, se apagaba. Álvarez, gracias a la debilidad mental propia de un hombre en esas circunstancias, fue inducido por su propio pensamiento a ser protector del lugar. Desde entonces se dedica a ahuyentar no solo a todo aquel que se aproxime a la capilla, sino también a quién quiera averiguar algo sobre ella o sobre lo que haya ocurrido allí y, así mismo, a molestar a todo aquel que intentara hacer conocer la triste e inexplicable historia.
Cuando el hombre terminó de hablar se hizo un largo silencio, solo interrumpido por el ruido a chapas producido por mi viejo automóvil cada vez que tropezaba con un bache en el camino. Sin llegar a comprenderlo totalmente, entendí el proceder de Tabaco Álvarez, no quisiera para nada haber estado o estar en su lugar. Era muy difícil mantener la cordura después de vivir hechos incomprensibles de tal magnitud. Tal vez lo que él pretendía al no dejar ingresar a nadie a la capilla era protegerlos del mal evidentemente instalado allí a partir de aquel misterioso hecho.


Capítulo 2
El reencuentro
Había salido a caminar para aprovechar el día extrañamente templado de fines de julio, luego de unos meses de sedentarismo que habían dado como resultado un par de kilogramos de más. El ronroneo del motor del vehículo que se aproximaba en paralelo desde atrás me resultó un tanto conocido aunque por el momento no logré identificarlo. Al escupitajo que cayó a escasos ochenta centímetros por delante de mi posición, y que por inercia casi pisé, sí lo conocía y sabía que provenía de la boca de Tabaco Álvarez. Aquel extraño tipo que me había advertido y posteriormente amenazado en ocasión de mi visita y las averiguaciones sobre el porqué de una capilla abandonada en una colonia un tanto alejada de aquí. Un injustificado temor a la vez que un paulatino cosquilleo de emoción se apoderó de mí, todo esto antes de que el pintoresco personaje me dirigiera la palabra:
—Así que escribió sobre la capilla. ¿No le dije yo a usted que se olvidara de todo lo que podía haber visto allí? ¿En qué idioma hablo yo que le es tan difícil de entender?
Lo miré con un gesto de interrogación como preguntándole con la mirada, qué diablos hacía allí, a más de ciento ochenta kilómetros de su lugar de infortunio y a la vez pensando lo chico que era el mundo, que el tipo se había enterado que yo había escrito un libro, que muy pocos habían leído, en el que incluí una historia que lo tenía tanto a él en el reparto como al lugar de ocurrencia en la ambientación.
—Se preguntará cómo hice para encontrarlo.
Vaya con el tipo, hasta parecía adivinar lo que yo pensaba. Atiné a balbucear un casi imperceptible:
—Sí.
Ante lo cual prosiguió con su conocida labia soberbia, aunque noté cierto tonito calmo, como si ya hubiera asumido y superado su pesar.         
—El mundo es un pañuelo afirman algunos, en este caso les doy la razón. Lo que no dicen es que también es una mierda. La cuestión es, que no me costó localizarlo y ya que no se puede arreglar lo que está escrito por más que sea en su mayoría una mentira, le voy a dar material verdadero para que en un futuro pueda asentar las cosas tal como sucedieron.
Tragué saliva no entendiendo aún qué era lo que había venido a hacer. El porqué de haberme buscado. Él mismo se ocupó de despejarme la duda:
—Vamos, haremos un viajecito, visitaremos un par de lugares y le explicaré exactamente cómo sucedieron las cosas así después no anda escribiendo pavadas.
La extraña emoción que había sentido momentos antes como prediciendo lo que iba a pasar, terminó por apoderarse de mí y me hizo temblar de pasión. Siempre supe que había algo que no encajaba en la historia de la capilla, como si fuera un rompecabezas al que le faltaran un par de piezas. Y ahora, si no entendía mal, estaba a punto de desentrañar el misterio o de encontrar esas partes que completaban el todo.
Subí a la vieja camioneta sin esperar a que me lo pidiera dos veces. Anduvimos cerca de una hora por caminos muy poco transitados y por ende, mal cuidados, que seguro solo él conocía, bajo un mutismo casi absoluto. La sociabilidad del tipo seguía en el mismo estado que cuando lo conocí por más que en algún momento me había parecido lo contrario. Ya me dolía todo el cuerpo debido al ajetreo del vehículo en constantes saltos puesto que él, acostumbrado a ello, no esquivaba bache alguno, más bien les acertaba a todos. Lo observé, medio a hurtadillas, de reojo, con la intención de que no se diera cuenta. Tendría unos cuarenta y ocho o cincuenta años, el pelo largo y descuidado, entrecano al igual que su barba entera, rasgos angulosos, barbilla saliente, mirada penetrante, ceño fruncido. Toda su fisonomía demostraba un fuerte carácter. Mascaba incesantemente tabaco que sacaba de una bolsa que llevaba a su lado, por lo cual mostraba una dentadura amarilla. Cada tanto escupía una asquerosa bola de los restos ya carentes de gusto. Su vestimenta no había variado desde aquella última y forzada vez que lo vi: un pantalón viejo de sarga, una camisa estilo leñador de colores negro y rojo, y unos tiradores que se cruzaban en el pecho por sobre ella.
Álvarez viajaba taciturno a mi lado, sus únicos movimientos eran: el sube y baja de la mandíbula inferior en la acción de mascar el tabaco y los producidos por la inercia de las sacudidas del vehículo. Solo me había adelantado que lo que me contó el hombre que encontré aquella vez en el bar, que dicho sea de paso él no conocía, era todo falso. Dejándome, por consecuencia, en el mismo estado de febril ansiedad en el que me había sumergido hacía un tiempo atrás cuando, por casualidad, me topé por primera vez con la capilla. En resumen, había vuelto a fojas cero. Aunque ahora, había algo que incentivaba la aclaración del misterio y eso era que lo tenía a Tabaco Álvarez, principal actor vivo, a mi criterio hasta el momento, a mi disposición. ¿Realmente lo estaba? Ya había empezado a dudar, aunque era una pregunta que solo el tiempo se encargaría de contestar. ¿Por qué el misterioso tipo tenía que llevarme a un lugar determinado —no a cualquier lugar, sino a su lugar— para explicarme la verdadera historia? ¿Por qué no me la contó y ya? Comencé a sentir cierto temor a partir de estos interrogantes, considerando la agresividad que me constaba tenía el hombre, lo que mezclado con la adrenalina misma que había generado el solo saber que podría al fin aclarar el misterio, resultó en un cóctel casi explosivo que mi cuerpo no resistió. El corazón aceleró sus latidos e irrigó borbotones de sangre hacia mi cerebro lo que sumado a la baja presión del extraño día de calor, dieron como resultado un dolor de cabeza casi insoportable con mareos y náuseas incluidas.
Le pedí que detuviera la chata y me bajé con la cabeza dando vueltas, con puntadas en las sienes y el andar inseguro. Crucé como pude el alambrado dejando un trozo de remera en las púas y me dirigí hacia un tajamar que quedaba al alcance de mi errático andar. De rodillas en el borde, con los ojos cerrados y respirando hondo, remojé en abundancia mi cara y mi cabeza quedándome un buen rato en esa posición hasta que abrí los ojos y noté que los objetos no oscilaban.
Me volví, mirando hacia la camioneta que había quedado a unos cincuenta pasos, en el camino, a un sobre nivel de un par de metros de donde me encontraba, con el deseo implícito de que Tabaco se hubiese ido llevándose consigo todo el misterio. Pero no, allí estaba, solitario, impertérrito, imponente, parado a un lado del vehículo, con los brazos cruzados sobre el pecho, con la espalda recostada contra la cabina, con todo el peso del cuerpo volcado sobre una de las piernas, y con la otra cruzada sobre la anterior, cuya punta del pie estaba apoyada en el suelo en posición de descanso. Me observaba, con esa mirada adusta, indescifrable. Con esa mirada de carancho que espera que la presa elegida se debilite o se descuide para lanzarse al ataque. No. Definitivamente el tipo no terminaba de convencerme.
Retorné a la camioneta con un patente olor a laguna, a agua estancada, a pescado, aunque un poco más tranquilo y fresco. El dolor de cabeza y el golpe de ansiedad habían pasado.




Capítulo 3
La casa de los Romero
Nos detuvimos frente a una desvencijada tranquera de ingreso a una propiedad, la que, a juzgar por los yuyos que cubrían gran parte de ella, hacía bastante tiempo no se desplazaba de su lugar. Tabaco se bajó y me invitó con la mirada a que lo siga. Pasamos por sobre el alambrado, él con presteza, yo con alguna dificultad y nos dirigimos —en realidad él se dirigía, yo simplemente iba tras él— hacia una vieja casa que estaba rodeada por un amplio cerco de tejido romboidal. Todo lo que estaba ubicado en el interior de la cerca estaba sumergido en un estado de total abandono. No obstante ello, se palpaba en el ambiente algo misterioso, algo que no se terminaba de comprender, como que existieran ciertas cuestiones pendientes de resolución, como que el lugar no estuviera en absoluto desierto de todo ente. Una extensa galería cubría la amplia vista de la casa con sus cenefas de arabescos propios de la época de su construcción. Al frente y coronando el centro del patio había un aljibe, de cuyo arco de hierro forjado colgaba una roldana. Una cadena pasaba a través de ella y sostenía un balde de latón, señal clara que sus últimos habitantes sacaban agua de allí para el consumo. Se adivinaban, por la ubicación de los ladrillos de los pasadizos, los que otrora fueran canteros, ahora cubiertos de yuyos. Hasta ahí, salvo el abandono total, no había nada de particular. Sí lo era, a mi entender, el que la casa estuviera cerrada casi herméticamente, tanto su puerta como el par de altos ventanales de doble hoja que daban al frente. Pero, no el hecho en sí de que estuvieran cerradas, el tema era que la casa a juzgar por el estado en general de los alrededores, llevaba años así. Por lo tanto no se llegaba a entender cómo era que los ladrones furtivos o los ventajeros de siempre no hubieran hecho daño o se hayan llevado las cosas de valor, que las había y muchas. En definitiva, alguna historia notable debía tener el lugar. Tal vez algo macabro o al menos misterioso había sucedido allí que hacía que las personas supersticiosas no la visitaran. Tabaco, sorprendentemente respetuoso, dejó que divagara con mis pensamientos. Cuando miré en su dirección comprendió que yo había retornado de mis elucubraciones, entonces prosiguió su camino, rodeando la casa y dirigiéndose hacia una especie de granero que había unos metros más allá en igual estado de abandono. Llegó a la puerta de madera de ingreso y la empujó, lo que hizo que rechinara sobre sus bisagras, acción que nos avisó que también formaba parte del común olvido de visitas. Lo que quedó ante mi vista tuvo la virtud de dejarme boquiabierto. No lo esperaba. Fue una absoluta y total sorpresa, aunque Tabaco no pareció inmutarse como si supiera con lo que nos íbamos a encontrar. La afirmación posterior terminó de despejar mis dudas al respecto.
—Mi intención al traerlo acá es meterlo en el ambiente apropiado a lo que le voy a contar —hizo una brevísima pausa y continuó, con sarcasmo, lo cual me demostró que seguía siendo el mismo Tabaco de siempre—. Ya que usted quería saber toda la verdad, pues tendrá que hacer frente a toda la verdad.
Tragó saliva como si por un momento le costara seguir pero, con el convencimiento de que debía hacerlo, prosiguió:
—Es una larga historia, aunque valdrá la pena que la escuche porque así tendrá las respuestas a sus interrogantes y aclarará todas sus dudas. Se trata de la familia que habitó esta casa o, mejor dicho, de las andanzas de uno de los hijos del matrimonio que vivió acá: José Cicuta Romero, un muchacho que pretendió cambiar el curso de su vida. Que creyó que no estaba en el lugar que le correspondía y que intentó ser diferente a pesar de lo retorcido de sus raíces.





Capítulo 4
Cicuta
Nunca se supo con exactitud por qué le decían Cicuta. Había quienes afirmaban que era porque la planta que se conoce por ese nombre es muy parecida a la de perejil, y como él, en su temprana edad, andaba siempre con sus dos hermanos que eran considerados unos perejiles, entonces el llamarlo así era como una forma de diferenciarlo. Aunque en lo físico tenía cierta semejanza con ellos, tanto su actuación en general como su mirada traducían inteligencia y determinación; características definitivamente ajenas a sus hermanos. La otra versión aseveraba que al sobrenombre se lo impuso su madre ya que desde muy chico era retobado, no hacía caso, y muchas veces era venenoso o picante en sus contestaciones —se sabe que la cicuta es una planta venenosa—. Tal vez no importe demasiado el origen del apodo, pero sí tiene su relevancia ya que en esta zona todos lo conocieron por Cicuta y si alguien preguntara por José Romero seguro nadie sabría responder con certeza sobre a quién se estaría haciendo referencia.
Era un rebelde sin causa, según afirmaba su madre. Tal vez era un rebelde a causa de los malos tratos que recibía por no ser sumiso, por no aceptar a rajatabla las órdenes de su entorno. Mostraba los dientes como aquel lobezno que no desea seguir a la manada solo porque sí o porque los demás así lo hacen. A él tenían que darle muy buenas razones, convencerlo de que era lo más adecuado andar tras los otros. Desde muy chico marcó las diferencias que existían con sus hermanos, pero no porque él así lo hubiera querido, sino porque tales distancias eran patentes y pecaban de evidencia ante la simple vista del ocasional observador. Siempre fue más inquieto, más curioso y demostró tener poder de decisión o voluntad de hacer o discernir por cuenta propia. Característica, esta última, que a su joven edad y en la época en que vivía siempre le acarrearon problemas, tanto en su casa como en la escuela, porque él si no estaba de acuerdo con algo lo hacía saber, lo cuestionaba, no se quedaba callado.
Debido a tales diferencias, ya desde chiquito, un gran interrogante fue instalándose poco a poco, cada vez con más fuerza en la cabecita de Cicuta: ¿Qué hacer cuando en tu casa no te entienden, cuando estás convencido de que sos distinto, de que es otra la finalidad que tenés en la vida y no te llevan el apunte, sino, todo lo contrario; quieren, a base de castigos, de reprimendas, de imposiciones, que te adaptes a la forma de vida de ellos?




Capítulo 5
Un pequeño incidente
El chico terminó de escuchar la misa dominical a la que estaba obligado a concurrir bajo la amenaza de no poder tomar la comunión si faltaba —como si eso a él le importara, solo lo hacía por temor a la dureza de los castigos de su madre—. Descendió los escalones que atenuaban el desnivel entre la pequeña capilla y la polvorienta calle de las afueras del pueblo. Habría sido el primero en salir si no fuera porque el padre cura hacía quedar a los postulantes a obtener tal sacramento hasta último momento, llenándolos de pureza con la palabra del Señor. Debido a esto, al salir se encontró y debió rodear a un grupo de señoras mayores, que por supuesto habían participado de la misa y que charlaban, en apariencia, con despreocupación. Aunque mientras lo hacían observaban por el rabillo de sus ojos para no perderse detalle sobre quién iba y quién venía, quién estaba y quién se alejaba y con quién. En fin, el clásico grupo de señoras que come santo y caga diablo que se suele encontrar a la salida de los oficios religiosos, y en otro par de sitios que no viene al caso mencionar, de pueblos chicos como este que nos toca citar. Cuando el chico pasó junto a ellas, un tanto sin querer y tal vez otro poco queriendo, considerando las lenguas que sabía tenían tales brujas, escuchó lo que una de ellas decía utilizando un tonito sarcástico y ante el atento oído de todas las demás:
—Vieron que dicen que los hijos de padres que son primos hermanos entre ellos no son normales, que son medio degeneraditos.
Tras lo cual una de las que escuchaba, sin dar espacio a otra acotación, agregó:
—¿Medio? ¡Si se los mira con un solo ojo!
Y estallaron en carcajadas estruendosas al unísono como miserables hienas que eran.
En tanto el chico, que no supo en ese momento a qué atribuir tales risas, no le dio demasiada importancia. Si hubiera sabido o al menos sospechado que era él precisamente el objeto directo de tal falacia, quién sabe lo que habría ocurrido teniendo en cuenta el fuerte carácter del que ya era poseedor.




Capítulo 6
El castigo
Está sentado sobre una silla en el oscuro y frío sótano ubicado debajo del galpón donde se almacena el alimento para los animales, cuya situación dista de la casa principal unos treinta metros. Sus talones desnudos están apoyados en el borde del asiento, pegados a sus asentaderas. Los brazos entrelazados rodean las piernas flexionadas intentando, tal vez, brindarse calor o protegerse de las ratas o de las arañas o del miedo mismo por estar encerrado. No sabe cuánto hace que está allí, tal vez un día y medio, quizá dos. No puede calcular el paso de las horas porque no existe entrada de claridad alguna. Tal vez se podría sacar la cuenta con cierta exactitud por la presencia de las ratas que se sienten cómodas fuera de sus guaridas en horas de la noche. Se las escucha casi de continuo con su ya casi familiar agudo chillido. No es la primera vez que su madre lo encierra allí y eso le ocurre por portarse mal, por no obedecer a rajatabla o desobedecer sus órdenes. De pronto siente como un cosquilleo en la planta del pie derecho, como algo que olisquea, y percibe una respiración húmeda. Estira una de sus manos con rapidez encontrando a su paso la rata que había subido por la pata de la silla, estampándola con violencia contra el suelo. Se escuchó el ruido apagado del golpe de un cuerpo blando contra el duro piso del sótano y luego una infinidad de patitas de otra indefinida cantidad de ratas huyendo sorprendidas por el inesperado movimiento del chico. Tras ello, absoluto silencio por unos minutos, hasta que comienzan a tomar confianza y avanzan nuevamente y así, una y otra vez, obligan al chico a mantenerse alerta, en vela. Tal vez no se animen a morderlo, tal vez solo curiosean, tal vez se aproximan incentivadas por la adrenalina y el sudor frío del miedo que se desprende del cuerpo del muchacho. Pero, quién sabe, tal vez sea mejor no sacarse la duda sobre lo que harían.
Lo despertó de su liviano entresueño alerta algo que caminaba por sobre sus pelos, no obstante no cometió el error de estirar la mano para sacar o matar lo que sea que anduviera sobre su cabeza. Podía ser una araña y no representar demasiado peligro, salvo que fuera alguna especie muy venenosa, cosa factible allí por otra parte; o podía ser un alacrán que caminando por los tirantes del techo del sótano se hubiera caído justo encima de su cabeza, y en este caso, lo peor que podía hacer era estirar la mano para matarlo o ahuyentarlo. Seguramente resultaría pinchado por su ponzoñoso aguijón. Como quiera que sea, lo único que hizo fue no hacer nada, quedarse en el molde, esperar a que el invasor saliera de su cabeza, en tensa calma por supuesto, transpirando copiosamente. Sentía el olor a su propio sudor en mezcolanza con el aroma a la tierra que se filtraba desde arriba y con el tufo nauseabundo al orín de las ratas y al propio que no había tenido más remedio que depositar en un rincón. Luego de un instante de inmovilidad que lo llevó a pensar que había soñado que algo le había caído encima, percibió el lento desplazar del insecto que se dirigía hacia el lado izquierdo de la cabeza para luego llegar hasta su ya empapada oreja, producto del sudor. El muchacho trató de que no se escuchara su respiración, no obstante hasta las ratas parecían estar expectantes por la situación manteniéndose en silencio, lo que hacía que hasta se oiga el retumbar alocado de su corazón latiendo a un ritmo vertiginoso. Sintió los casi imperceptibles pinchazos de las patas del insecto sobre su oreja. Definitivamente no era nada diminuto, más bien era todo lo contrario porque si mal no percibía un par de patas estaban posadas en el lóbulo mientras que sentía otras en la parte superior de su oreja y él no era de los que le faltaba pantalla a la hora de escuchar. Se detuvo un rato allí, haciéndole temer que intentara ingresar a su oído por lo cual estuvo a punto de soltar el sopapo haciéndose cargo del costo. Pero cuando abría la mano derecha, que hasta ese momento había mantenido cerrada y tensa, el bicho avanzó, bajando por su cuello haciendo erizar todos y cada uno de los pelillos del muchacho; no obstante, eso no hizo que detuviera su marcha hasta llegar al hombro izquierdo. Ahora sí, calculó el movimiento con frialdad y puesto que no sabía aún —de hecho nunca supo— de qué se trataba, optó por no aplastarlo contra su cuerpo por miedo a la posibilidad de alguna ponzoña ya que si resultaba picado o mordido, aún no sabía qué tiempo de castigo le restaba cumplir y podría morir allí. Era en vano gritar, si lo escuchaban lo dejarían castigado más tiempo aún. A eso lo tenía bien sabido y no había esperanza alguna de que alguien ajeno pudiera escuchar. Jamás pasaba nadie por allí. Levantó el brazo derecho con cuidado por el lado opuesto al que se encontraba el bicho y lo bajó con celeridad por el otro lado de la cabeza, con la mano abierta y pegada a su oreja izquierda, y antes de que llegara a pegar contra la base del cuello, en un movimiento casi perfecto en velocidad y precisión, cambió de dirección, arrastrando hacia afuera, impulsando con fuerza al insecto invasor. Se escuchó al instante, a un par de pasos más allá, el golpe producido por el cuerpo al chocar contra algún tipo de lata, lo que certificó que el tamaño calculado no era para nada erróneo. Se quedó un momento en silencio, aguantando la respiración, tratando de percibir la posibilidad de alguna pinchadura o la picazón de la ponzoña. Al no sentir ninguna de ellas respiró con profundidad, aliviado.




Capítulo 7
Rosita
Cicuta estaba husmeando entre los restos de una casa en ruinas con la que se habían ensañado ladrones furtivos o paseantes ocasionales, apoderándose de cuanta cosa de valor pudiera haber habido, como: chapas, puertas, ventanas y marcos. Solo quedaban algunas paredes en pie que habían resistido al paso del tiempo, a la intemperie y a la osadía de los dañinos de siempre. No buscaba nada en particular —en realidad no buscaba nada—, solo miraba con curiosidad de muchacho mientras dejaba pasar el tiempo, ya que había llevado las vacas a pastorear al campo de propiedad fiscal cercano a la casa de sus padres. Le sobraba margen y él no era de los que se quedaban quietos.
De pronto hizo que pegara un respingo algo que pasó silbando junto a su cabeza y se estrelló con fuerza contra una de las paredes a su espalda para luego caer y rodar por el piso. Al ver el objeto se dio cuenta de que alguien le había tirado un cascotazo. Se aproximó con prisa a uno de los huecos donde había estado una ventana con ánimos de observar quién era su agresor, aunque tal vez solo era alguien que pasaba y había tirado una piedra sin saber que él se encontraba allí. Opción rápidamente desestimada ni bien asomó la cabeza ya que al mismo tiempo se estrellaba otro cascote en la pared, a centímetros de su cara, por lo cual tuvo que retroceder y cubrirse, refregándose los ojos que se le habían llenado de tierra. No obstante no se quedó quieto, salió gateando por el lado inverso de la tapera y contando con la complicidad de la exuberante vegetación de media altura conformada por chilcas y otros yuyos que oficiaron de disimuladores de su movilidad, fue rodeando el lugar con la finalidad de identificar a su agresor. Cuando creyó estar cerca de la posición desde donde partían los lanzamientos, se detuvo. No tardó en ver un brazo que se levantaba por entre los yuyos y lanzaba algo hacia la casa.
Ajá —pensó—, te tengo, ya te voy a dar a vos andar cascoteándome—. Se arrimó con cautela tratando de no pisar alguna ramita seca que lo delatara y cuando estaba a un par de metros se lanzó contra quien en ese momento levantaba el brazo para tirar otra piedra. Cayeron juntos, rodando y aplastando yuyos a su paso y cuando terminaron de girar, Cicuta quedó acaballado sobre el cuerpo de su agresor. Levantó el brazo amenazante con la mano hecha puño presta a lanzarla sobre la cara de… de ella. La sorpresa lo paralizó. Sí, era una mujer, o más bien una chica. Por supuesto el golpe quedó suspendido hasta nuevo aviso o próxima agresión. Conocía a la chica, era Rosita Martínez, había ido a la escuela con él. Después de reponerse de la sorpresa del encuentro, se retiró de encima del cuerpo de la mujer, posición que a ella no pareció molestarla nunca, y preguntó:
—¿Por qué me cascoteabas?
Ella levantó su torso sentándose en el suelo y acomodándose la parte de arriba de la liviana solerita que llevaba puesta, luego respondió con una sonrisa pícara pintada en su pecoso rostro.
—Te vi que eras vos y se me ocurrió asustarte. No pensé que ibas a dar la vuelta tan rápido y encontrarme.
Y luego de una pausa, en la que intentó arreglar su desordenado pelo castaño sujetándolo con una banda elástica, prosiguió, hablando entre dientes, ya que sostenía entre los labios un par de invisibles que luego se colocó asegurando un par de mechones rebeldes que escapaban de la prisión de la bandita:
—También vine a traer las vacas como vos, de paso me libraba de los rezongos de mi padre.
Cicuta asintió con la cabeza creyendo lo que le había dicho Rosita. Si sabré yo de rezongos —pensó—, aunque no dijo nada. En el fondo se alegraba de encontrar a alguien que no estaba bien en su propia casa. Al menos esto confirmaba que no era el único. Desplazó su pensamiento, saliendo con un improperio:
—Mirá si me pegabas y me sacabas un ojo, pelotuda.
Ella primero lo miró para constatar si el muchacho hablaba en serio o lo había dicho en broma. Como percibió una sonrisita cómplice en él, estalló en una carcajada, tras lo cual aseveró:
—Siempre tiré a errarte, tengo muy buena puntería.
—¿Será? —dudó el muchacho.
—¿Querés probar? —desafió ella.
—¡Dale! —aceptó él.
Rosita, dando a entender que no se necesitaba nada más para confirmar el desafío, corrió hacia la casa. Iba a los saltitos. Con una agilidad asombrosa esquivaba los yuyos, quebrando la cintura maravillosamente ante los alelados ojos del muchacho que observada como se levantaba y bajaba, cubría y descubría, flameaba a izquierda y a derecha, su vestidito; dejando entrever sus preciosas piernas de mujer. La vio llegar hasta la destruida vivienda, perderse tras las paredes y después de unos segundos reaparecer con una lata en la mano. Luego se trepó con habilidad sobre una pila de ladrillos y la puso sobre el alto de la pared. Bajó y volvió a donde estaba Cicuta aún turulato por el actuar de su ocasional compañera de pastoreo. En esos segundos que duró el aproximarse de la chica, el muchacho observó en su carrera el bambolear de unos magníficos pechos con sus puntas erizadas, perfectamente dibujados bajo la fina tela de la solera, como si estuvieran libres de todo sujetador. Y sintió que algo hervía dentro de su cuerpo sumergiéndolo en un estado de creciente excitación que a duras penas pudo disimular cuando ella llegó a su lado.
—Bueno —dijo, respirando alterada debido al esfuerzo—, tenemos que jugar por algo para hacerlo más emocionante.
Cicuta la miró, interrogante, no terminaba de entender qué era lo que ella quería.
—A ver… ¿Qué querés apostar?
—Mmm…Tenemos tres tiros cada uno, el que derriba más veces la lata, gana —dijo ella, imponiendo las reglas.
—Bien —dijo el muchacho, aceptándolas—, si lo hago, ¿qué gano?
—Te ganás… —Hizo una pausa, como pensando un momento—. Te ganás el derecho a que no te jorobe más cuando vengas acá.
—Dale —aceptó Cicuta, aunque su pensamiento lo contradecía asegurando que a él eso no lo molestaba en absoluto sino todo lo contrario, le era agradable la actitud de la chica—, y… ¿y si vos ganás?
—Mmm… —Volvió a dudar, lo cual hacía pensar que era una actitud estudiada y no espontánea, tras un momento, agregó—: Me gano el derecho a visitarte cada vez que te vea por acá, a tirarte cascotes si se me da la gana y a… a darte un besito.
—¿Un besito? —dijo él, dando un respingo, dejando las demás cuestiones en juego de lado.
—Sí, ¿qué tiene de malo? Siempre me gustaste, además no creo que seas tan serio como parecés —concluyó ella, muy fresca.
El muchacho cayó en la cuenta de que Rosita lo había metido en una encrucijada. Pensamiento que lo llevó a acordarse de algo que había escuchado alguna vez: un hombre, tarde o temprano, termina cayendo en las redes de la mujer que le puso el ojo encima, cual mosca en una tela de araña. No obstante ello, confiaba en su puntería y estaba casi seguro que le podía ganar y si así no fuera, él no era de los que se achicaban ante un desafío y menos si este provenía de una chica, de modo que dijo:
—Está bien, que así sea.
 La chica se quedó un momento en silencio, quieta, mirándolo fijo como no entendiendo el porqué de que él haya aceptado el desafío, luego reaccionó:
—¡Iupiiiiii! ¡Vamos todavía! —festejó, como si ya hubiera ganado la apuesta.
Él no se dejó intimidar, lo consideró parte del juego. Se agachó y juntó tres pedazos de ladrillo, los más uniformes posibles con ánimos de comenzar ya con la partida.
Debido a una cuestión de caballerosidad impuesta por Cicuta, empezaba tirando ella, por lo cual él se fue hasta la construcción con el propósito de levantar la lata y ponerla en su lugar si esta resultaba derribada por los disparos de la chica. Después de tres tiros, sorprendido, tuvo que levantar otras tantas veces la lata. Era notable la puntería de ella, por lo cual se sintió presionado aunque se tenía fe; él también tenía lo suyo.
Se cruzaron a mitad de camino, él rumbo a tirar, ella con la finalidad de levantar la lata si esta caía tras los disparos de él. Ella lo miró a los ojos, le guiñó uno de los suyos, levantó y bajó las cejas un par de veces en una actitud netamente pícara como saboreando a cuenta del beso que estaba a punto de ganar. Él había retomado su seriedad habitual ya concentrado en el desafío.
Dos cascotazos y dos veces que la lata termina en el suelo. Tras la última caída, Rosita la levantó y la colocó en su lugar. Luego bajó y pasó por el hueco donde hubiera una puerta. Recostó su espalda en la pared a un par de metros del blanco de Cicuta con las piernas apenas entreabiertas. Levantó la derecha y apoyó la planta del pie en el muro a la altura de la rodilla de la otra. Se mordió el labio inferior y en una actitud totalmente lasciva fue subiendo con ambas manos, con lentitud, el vestidito, dejando ver desde la posición del muchacho todo el muslo derecho y parte de su blanca ropa interior. Y se quedó así, con apariencia despreocupada, hasta que a Cicuta no le quedó más remedio que tomar su lanzamiento inmerso en una presión no esperada, ya que no debía fallar el tiro y sus ojos lo estaban traicionando: pues oscilaban entre su objetivo y los casi irresistibles atractivos de Rosita. Por supuesto falló, confirmando aquello de que cuando una mujer se lo propone puede obtener lo que desea de un hombre, ya que cuenta con todas las armas para lograr ese objetivo; y a esto Rosita parecía llevarlo implícito en su actuar. No obstante, Cicuta no era de los tipos que se dejaban llevar muy fácilmente de las narices. Siempre había sido un rebelde de los caminos preestablecidos. Él trataba de encontrar la alternativa constantemente, aunque esta le insumiera otros sacrificios o trajera consecuencias no deseadas. Consideraba que siempre era más atrayente no saber con lo que se iba a encontrar al dar la vuelta en un recodo que la monotonía del camino de todos los días.
Por supuesto que aceptó la derrota aunque no la tomó como tal, sobre todo porque le caía muy bien aquella chiquilla despreocupada y fresca.
Y así, a partir de ese día, el pastoreo pasó a ser una actividad más que interesante para ambos. Los unía el espanto diría Borges. Los aunaba la desgracia de sus hogares, haciendo que confluyeran allí, en medio de la nada que para ellos era todo. A dar lo mejor de cada uno, sin testigos presenciales, sin tapujos ni temores. Allí desnudaban sus almas sin cuestionamientos ni resquemores. Allí resultaban perdonados en la mutualidad de sus faltas hogareñas, las que como jóvenes que eran, pecaban de grandilocuencia. Allí fueron una sola alma fundida, habitando en dos cuerpos, pero, no obstante, fue la única parte de cada uno de ellos que encontró pertenencia o comunión en el otro. Se encontraban a menudo, conversaban o inventaban algún juego en los que ella siempre quería apostar algo más que un simple beso, cosa que él, conociéndola, no aceptaba por más que se moría de ganas. No sabía con exactitud por qué no la complacía, era como que algo superior a él, tal vez una fuerte voz interior infectada de tabúes, lo obligara a no traspasar ciertas barreras.
Entre tantas charlas que sostuvieron —Cicuta no era de los que hablaban demasiado, pero se notaba que con ella se sentía libre de expresar sus pensamientos—, un día ella sacó el tema del casamiento de los padres del muchacho, que eran primos hermanos entre ellos; información que él desconocía. Ella, después de contarle y citar lo que se decía de los hijos de tales uniones, comentó:
—Yo a vos no te veo nada de anormal, al contrario, sos más normal que muchos de los normales que conozco.
A pesar del halago recibido, la revelación hizo que la vida de Cicuta a partir de ese momento cambiara. Recordó aquello que hacía varios años había escuchado a la salida de la parroquia del pueblo y que había tenido archivado, latente, esperando el llamado, en un rincón hasta ahí olvidado de la memoria. Sus dientes rechinaron y comenzaron a masticar rabia, en tanto que una idea, como un parásito, empezaba a instalarse en su mente.





Capítulo 8
Encuentro furtivo
Como era norma habitual en la casa de los Romero, las salidas de los muchachos estaban casi por completo restringidas, salvo aquellas que tenían el visto bueno de la jefa de la familia. Cicuta, precisamente, era el menos autorizado a hacerlo por su conocida manía de no cumplir los mandatos al pie de la letra. Pero, como ya sabemos, él no era de aceptar sumiso las imposiciones, entonces cada vez que se le presentaba la ocasión de escabullirse un rato, lo hacía sin remordimiento alguno.
En una de esas tantas salidas, sin permiso ni consentimiento, una noche con una espectacular luna llena que todo lo iluminaba, al pasar la pierna por encima de la base del marco de la ventana tuvo que detenerse en seco. Agradeció que la luna estuviera alumbrando desde el otro lado de la casa y por ende lo dejara sumergido en la sombra que producía esta, de lo contrario habrían descubierto que se estaba escapando. Quienes habían detenido su osadía, eran dos siluetas muy juntas entre sí que se dirigían sigilosas alejándose de la casa. Por un momento pensó en volver a la cama con el propósito de que no lo descubrieran, temeroso de un nuevo castigo, pero la curiosidad pudo más, resolvió seguirlos. Se deslizó con cuidado de hacer el menor ruido y fue tras ellos tratando de ocultarse en la sombra de los árboles. No sabía quiénes eran, aunque sospechaba por la altura de las siluetas que fueran sus hermanos. Lo que no entendía era qué hacían a esa hora levantados y con esa actitud como de ocultar algo. El muerto se asusta del degollado —pensó—. Se había sorprendido de que aquellos hicieran lo que él estaba haciendo, pero bue cuando uno hace una cagada piensa que es el único que la hace hasta tanto se demuestre lo contrario. Los siguió por unos minutos a una distancia razonable. Caminaban paralelo al alambrado que dividía la propiedad con la del vecino y parecían dirigirse hacia el arroyito que delimitaba el campo hacia el oeste. Unos teros intentaron descubrirlos pero al ver que ellos ni se inmutaron ante tal alcahuetería, desistieron y cuando al ratito pasó el muchacho solo lo miraron con natural desconfianza. Perdió de vista por un momento las siluetas con el objeto de no verse descubierto ya que debía pasar por un claro libre de toda vegetación antes de llegar al monte que contorneaba al arroyo. Dejó pasar unos minutos y luego lo cruzó a toda velocidad, ocultándose tras el primer árbol que encontró, ahogando un grito de dolor por el pinchazo que recibió en una de sus manos al apoyarse en el espinoso tronco. Fue pasando con sigilo de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, hasta que los localizó con la vista. La mujer estaba sentada sobre una enorme piedra que había en ese recodo a la vera del arroyo y el hombre estaba parado entre sus piernas de manera que quedaban cara a cara y se estaban besando. El muchacho parpadeó, incrédulo, no queriendo aceptar lo que sus ojos le estaban certificando. Su corazón se aceleró y sintió que le faltaba el aire por lo cual tuvo que darse vuelta, agacharse, recostar su espalda contra el tronco del árbol y respirar profundamente. Estuvo así por un par de minutos hasta que se recompuso, entonces se irguió y volvió la vista hacia donde estaba la pareja. En ese momento, bajo la intensa claridad de la luna llena que no encontraba obstáculo forestal alguno que le impidiera ser testigo absoluto de lo que estaba allí sucediendo, el hombre se había retirado lo suficiente como para poder tomar y quitarle el suéter a la mujer, y así dejar al descubierto la perfección de sus pechos. Tras lo cual, tirando la prenda a un lado, se agachó y los besó con deleite, con fruición, como si supiera lo que hacía, como si no fuera la primera vez que les dedicara tales caricias.
El muchacho, confundido con las sombras de los árboles, potenciadas en oscuridad por el gran contraste con las zonas libres de ellas, sintió que la sangre comenzaba a hervir dentro de su cuerpo. Percibió que el vaquero le apretaba. Casi subconscientemente bajó la mano derecha y rozó apenas la zona en la que le ajustaba, pues no hizo otra cosa que incentivar su estado y por ende el pantalón le molestó aún más.
Ahora la mujer desabrochaba la camisa de su compañero. Terminó y lo empujó levemente hacia atrás mientras se bajaba de la piedra en la que estaba sentada. Empezó besando con suavidad el cuello del hombre y fue bajando centímetro a centímetro. Pasó por su pecho, recorrió sus tetillas. Flexionó un tanto las piernas y se detuvo un momento en su vientre mientras con ambas manos pugnada por desprender el cinturón y luego el botón del pantalón; lográndolo. Como consecuencia, tras bajar el cierre que lo apretaba al cuerpo, la prenda cayó rendida a sus pies, dejando a la vista la ropa íntima estirada por la pujanza de su miembro viril. Pujanza que la mujer, poniéndose en cuclillas, rozó suavemente, a través de la tela, haciendo estremecer y dar un grito ahogado al propietario de tan comprometido estado. Ella, desde allí abajo y sin dejar de hacer la caricia que sabía a él lo volvía loco, le dirigió una mirada cargada de lujuria. Sugestiva mirada que tuvo la virtud de obligar al hombre a ponerse en acción. Tomó de los lados el slip, lo bajó con rapidez, y colocando sus manos en la nuca de la mujer la atrajo hacia sí pegándola a su pelvis. Ella no pareció inmutarse, al contrario, era como que esperaba que eso ocurriera. Estuvo unos minutos estimulándolo hasta que él con un movimiento brusco la detuvo. Se paró, hizo que ella se levantara, le quitó el fino pantalón haciendo que quedara totalmente desnuda, ya que no llevaba prenda alguna debajo; sorprendiendo aún más, si esto era posible, a Cicuta que observaba pasmado y tieso la escena que pasaba ante sus ojos. El hombre tomó a su compañera con ambas manos de la cintura, la elevó a pulso y la apoyó sobre la piedra. Se agachó lo suficiente y metió su cabeza en medio de las entreabiertas piernas de ella. Y ahora era la mujer la que se estremecía ante la íntima caricia que él le brindaba. Después de un par de minutos se irguió y se acomodó a su altura, para luego adherirse y ser parte de ella confundiendo sus siluetas en una sola. Y los brazos de ella rodearon exactamente el contorno de él e ingresaron en un ritmo constante que no llegaba a ser frenético, entre jadeos y respiraciones agitadas. Al cabo de un rato se detuvieron. Ella lo miraba con morbosidad, él con la certeza de que ella disfrutaba de los placeres carnales tanto como él. Ella se mordió el labio inferior y puso los ojos en blanco, él apretó los dientes. Se retiró lo suficiente y bajó a su hermana con delicadeza. La obligó —o incentivó, ya que ella nunca opuso resistencia— a que se diera vuelta, poniéndola de espaldas a él, con el torso inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas sobre la roca, e hizo que tirara la cadera hacia atrás separándole las piernas. Por entre ellas, una mano hábil y audaz buscó tesoros ocultos, se elevó e hizo presión con la yema de los dedos por un instante sobre su palpitante íntima propiedad; haciendo estremecer de gozo a la mujer que lo miraba con los ojos entornados por encima del hombro. Luego la mano se deslizó hacia atrás y, cual caracol en su arrastrar, fue humedeciendo con sus propios fluidos todo a su paso. Tras ello se retiró, mientras su dueño se acercaba a la chica que lo esperaba maravillosamente ofrecida.
El muchacho inmerso en la oscuridad no podía salir de su asombro. No pudo dejar de balbucear algo que le disgustó sobremanera pronunciar: degenerados, son unos degenerados. No obstante ello siguió observando la escena.
El hombre redujo lentamente la distancia entre su pertenencia y el objetivo buscado, anulándola al llegar a las puertas, aunque eso no hizo que se detuviera allí. Continuó, cuidadoso, decidido y con el implícito consentimiento de su pareja, en la intención de profanar el oculto y vedado templo. En tanto, la mujer fue adaptando su cuerpo a la anatomía del invasor. Cuando lo logró, le indicó con un movimiento de cadera que estaba preparada. Solo entonces, él comenzó con el ya inevitable juego de ir y venir. Primero lento, luego un poquito más rápido, más rápido, hasta que ella pasó los brazos hacia atrás y lo atrajo hacia sí, con las manos apoyadas en sus nalgas. El hombre tradujo el gesto de la mujer entendiendo que ella deseaba que apostara más fuerte. No se hizo rogar. Aceleró sus idas y venidas, hasta que ella no pudo más y mordió el alarido de placer que, no obstante, debió haberse escuchado desde un par de centenares de metros en derredor; cosa que certificaron los teros por un instante. El hombre detuvo su alocado ritmo e hizo su última jugada, poniendo todo, sabiendo de antemano el resultado de la partida. Luego estalló en un grito grave y ahogado, tras lo cual cayó exhausto sobre el cuerpo de ella. Quedó uno sobre la otra, rendidos pero satisfechos, extasiados, con el ímpetu de la pasión momentáneamente sosegado.
Y así, inmersos en la relación prohibida, disfrutaban de los placeres vedados por la moralidad. Pensaban, con el mínimo de razón que les podía dar su situación, que no valía de nada llegar a las puertas del infierno y quedarse ahí, dudando entre ingresar o no; a la espera de que los terminara de atraer o finalmente los rechazara. Se lanzaron de cabeza y tomados de la mano a sus profundidades; y dejaron que las llamas del averno los fueran consumiendo. Mientras tanto, trataban de sacar el máximo provecho al singular vínculo que los unía.
Luego de un par de minutos en el que lograron recuperar la normalidad de sus respiraciones, él se levantó cumpliendo a la incentivación que le propinaba ella desde abajo con un leve empujón. Ella se irguió, giró hacia él y sin preanuncios le propinó un soberano sopapo que retumbó haciendo eco en los cercanos árboles, magnificado por la serenidad de la noche. Sopapo que hasta a Cicuta que estaba escondido tras los árboles sobresaltó, aunque a la vez lo hizo caer en la cuenta de que debía irse o al menos alejarse de allí para que no lo sorprendieran. El comprender esta situación hizo que se relajara su estado que momentos antes estuviera al borde del paroxismo.
Mientras la pareja se aseaba en las aguas del arroyito y se vestía bajo un mutismo absoluto, el muchacho se alejó por entre los árboles. Como sospechaba que ya retornarían a la casa no intentó volver por el camino que había llegado hasta allí pues corría el riesgo de que lo viesen. Todo lo que había observado no tendría nada de particular, al contrario, hubiera sido una situación que habría disfrutado al máximo, si no fuera que los amantes furtivos eran sus hermanos.
Con el descubrimiento se le habían esfumado todas las ganas de ir a algún lugar por esa noche. Así que ni bien calculó, ayudado por el alboroto de los teros y un tímido ladrar de perros, que sus hermanos habían retornado; dejó pasar un tiempo razonable como para que se durmieran, volvió a su dormitorio y se acostó. No obstante estuvo un par de horas sin poder conciliar el sueño repasando las insólitas e inesperadas imágenes que había contemplado. Imágenes que habían quedado grabadas a fuego en su mente y que por más que intentaba dejarlas de lado y dormirse, no podía. Y su cuerpo las asimilaba y las trasladaba a su sangre y esta aceleraba la compresión fluyendo imparable hacia su sexo, casi haciéndolo explotar. Y se sintió bajando la mano y tocándose y un momento después estalló, liberando todo lo acumulado que llevaba adentro desde hacía tiempo. Entonces sí se calmó y pudo conciliar el sueño.
Cuando se levantó al otro día no se animó a mirar a la cara a sus hermanos como si hubiera sido él quien había cometido la falta; sentía vergüenza ajena. No obstante, eso no llamó la atención de nadie, no acostumbraban a saludarse cuando se levantaban y solo se hablaban para asignarse las tareas a realizar. Y como cada uno ya sabía que tenía que hacer, entonces las palabras sobraban y ellos no eran de los que andaban dilapidándolas solo porque sí.
Ahora que sabía que sus hermanos se entendían, los fue observando con disimulo y pudo constatar que precisamente lo disimulaban muy bien, ni siquiera una mirada entre ellos pudo detectar. Abel era alto, muy alto, tan alto que le costaba agacharse para recoger algo del piso. Como todo lungo también era torpe, de esos que nunca terminan de asimilar sus verdaderas dimensiones y siempre se andan llevando algo por delante. Flaco y fibroso debido al habitual trabajo físico. Elena era también alta, aunque no tanto como Abel, flaca, tenía cierto actuar masculino, quizás producto de trabajar desde chica a la par de sus hermanos en tareas que no eran para una mujer. Además nadie le había enseñado lecciones de femineidad, tampoco ella creía que alguna vez las fuera a necesitar. Si bien vestía ropa muy holgada para su talle que no dejaba adivinar sus rasgos femeninos, la noche anterior se había constatado que tenía sus formas bien definidas, que era toda una mujer y que sabía muy bien usar tales atributos.
Viéndolos trabajar juntos y a la vez tan distantes, nadie jamás habría imaginado, con esas caras de pelotudos que tenían, que entre ellos existía un íntimo vínculo nocturno. Eran muy buenos actores y lo disimulaban tan bien que el muchacho en un momento llegó a pensar que había soñado todo aquello que sus ojos bien habían corroborado. Era como que tuvieran dos personalidades contrapuestas. La ya conocida que los dominaba durante el día, que los hacía pasivos en todo sentido, que hacía que trabajaran como autómatas y que lograba que fuera en absoluto necesario que recibieran mandatos para seguir adelante. O sea, que los hacía totalmente dependientes de un alma mater. Y la otra, la más avasallante, la que desarrollaban en horas nocturnas, dónde no necesitaban órdenes ni influjos de nadie para alcanzar sus pretensiones, para saciar sus bajos instintos o para sacar a la luz —justo a la noche, vaya paradoja—, quizás, sus verdaderas formas de ser. Realmente asombroso y digno de análisis. Tal vez nunca sepamos con exactitud cuál personalidad era la auténtica y cuál formaba parte de una actuación. O, quién sabe, tal vez era una especie de ambivalencia o de esquizofrenia la que causaba tales estados.




Capítulo 9
Nada es lo que parece
Era una de esas noches en las que volvía después de ver disfrutar a sus hermanos de la relación prohibida. No lograba explicarse el porqué de la atracción de ir a observar lo que ellos hacían, puesto que tal proceder no era de su agrado, no podía digerirlo y no lo aceptaba de ninguna manera. No obstante, estaba siempre pendiente de sus escapadas y no desperdiciaba oportunidad de ser un espectador de primera fila. Luego de ingresar por la ventana a su pieza, y tras acostumbrar la vista a la tenue penumbra que la invadía, observó, después del respingo inicial dado por la sorpresa, que había alguien sentado en su cama.
—¿Sorprendido el nene? ¿Qué te creías, que no me había dado cuenta que nos seguías? No me hagas más pelotudo que lo que parezco, porque tal vez no lo soy.
Le dijo su hermano en un tono muy desenvuelto, en absoluto sospechado de poder ser usado por él, ya que nunca lo había escuchado hilvanar más de tres palabras seguidas. Era como que a la noche se le soltara la lengua, como que las horas nocturnas hicieran que se sintiera libre de los influjos de control de la madre. Ahora, oyéndolo hablar, Cicuta entendió la soltura con que lo veía actuar las veces que se encontraba con su hermana, a quién, evidentemente le ocurría lo mismo. Tras el impacto inicial, se sorprendió escuchando de su propia voz un murmullo entre dientes que susurraba: degenerados.
—Sí, puede que tengas razón. Capaz que somos eso que decís, aunque no me gusta la forma en que lo pronunciás, como con odio o con asco. No te olvides que tenés la misma sangre, que es posible que vos también lo seas y que es probable que no tarde en despertarse tu indio.
Cicuta no respondió. No encontró qué decir, ya que las afirmaciones de su hermano no hacían más que reivindicar sus más oscuros pensamientos y sus más guardados temores.
—¿Vos viste que yo en algún momento la obligué a tu hermana a hacer algo que ella no quisiera?
—No.
—Si miraste bien, te habrás dado cuenta de que ella disfruta mucho cuando lo hacemos y hasta me pide más.
Asintió con la cabeza, aunque luego de un momento objetó:
—Pero, por algo ella te pega cuando… cuando terminan.
—Sí, pero no porque no le haya gustado lo que hicimos. A mí me parece que le encanta ese momento porque entiende que lleva las riendas, que manda, que tiene el poder, cosa que nunca le deja hacer mamá. Creo que en el fondo son idénticas. Ahora, digo yo, mientras no jodamos a nadie y ella no quede embarazada, ¿cuál es el problema? Si a los dos nos gusta hacerlo.
No podía creer lo que escuchaba, le costó reaccionar.
—Pero es que… es que no es normal lo que hacen. Y… ¿y si queda embarazada?
—Eso no va a pasar porque mamá le hizo poner un aparato de cobre para que no quede.
Después de un largo silencio, en el cual el muchacho continuaba pecando de incredulidad a la vez que le seguían surgiendo dudas, al fin reaccionó:
—Pero… Entonces… ¿Mamá sabe todo?
Su hermano solo lo miró, sumergido en las penumbras de la habitación. Su silencio contestó la pregunta de Cicuta.
—No creo que tenga que recalcarte que tanto lo que viste como lo que hablamos no tiene que salir de acá.
Advirtió el grandote, tras lo cual se paró y palmeándole la espalda cuál falso amigo, se retiró de la habitación en el más absoluto mutismo.




Capítulo 10
El Quiebre
Entre las diversas tareas que debía realizar a diario el muchacho en la granja, estaba la de soltar las ovejas a la mañana temprano y encerrarlas a la tardecita, de manera de protegerlas durante la noche de que algún perro dañino o los mismos cuatreros, que abundaban en la zona, se despacharan con alguna de ellas. Ocurrió una mañana, cuando recién estaba clareando, que su madre lo sacó de una oreja y casi en bolas de la cama. Resultó que de las veintidós ovejas que conformaban el rebaño solo encontraron trece con vida. De las demás tan solo quedaban los restos. Al parecer, según su madre, alguien se había olvidado de encerrarlas o había dejado la puerta del corral abierta y las ovejas habían sido presas de perros vagabundos dañinos, de esos que se ensañan o se divierten con matar y en este caso habían hecho un desastre agarrándoselas con los inofensivos lanares.
Por supuesto, la culpabilidad de la cuestión recayó en su totalidad sobre Cicuta por más que él juraba y perjuraba que había guardado a los animales y había puesto la traba en la puerta tras ellos.
La vieja, furiosa a más no poder, con los ojos inyectados en sangre, puteaba a diestra y siniestra mientras caminaba entre los restos de las ovejas. Y como para matizar un poco la cuestión entre puteada y puteada, y siempre destilando bronca, no tuvo consideración alguna al soltar a viva voz:
—Ya sabía yo que eras un mal nacido. Bien le dije aquella vez a tu padre que no quería que acabe adentro, pero el muy hijo de puta no me hizo caso y miren lo que salió. Desde ese mismo momento fuiste un retobado.
Hablaba dirigiéndose a todos y a ninguno en particular, aunque, obviamente, el blanco de sus críticas era su hijo menor.
Todos escuchaban lo que la vieja decía, más nadie se atrevía a meter palabra para calmar o apoyar su posición. Ni pensar por supuesto que alguno iba a salir a defender a Cicuta. Tanto sus dos hermanos como su padre agachaban la cabeza y miraban el piso como buscando algo que se les hubiera caído justamente a sus pies, sumisos ante la verborragia dominante y hasta obscena empleada por la jefa del hogar. El muchacho, que era el único que no había bajado la vista y miraba desafiante a su madre, percibió, cuando ella hizo alusión a su errónea concepción, que su hermano desde su bajeza de mirada lo estaba observando de soslayo, con una sonrisita socarrona pintada en su pelotudo rostro. No necesitó nada más para comprender que había sido él quién había soltado las ovejas con la finalidad de incriminarlo si algo sucedía. La rabia que venía acumulando Cicuta desde hacía mucho tiempo, hizo tope, colmó la dosis máxima de paciencia, llegó a su cabeza y nubló todo pensamiento coherente. No obstante y no dándose cuenta de ello, la vieja seguía con su perorata de elucubraciones sin razón con el solo objeto de defenestrarlo.
—¡Y encima sos tan caradura de mirarme fijo a los ojos y desafiarme guacho de mierda, como si fueras dueño de hacer lo que se te canta! ¡Vos no sos dueño de nada acá y no lo serás nunca! ¡Entendélo de una vez  por todas!
El muchacho no solo la miró fijo, sino que avanzó hacia ella con paso seguro, como sabiendo perfectamente lo que quería hacer, ante la mirada embobada y la inactividad que ya no llamaba la atención de todos los demás. El sopapo restalló como un latigazo, seco, único e irrepetible sobre el bronceado cachete de la mujer acallando cualquier otro ruido que pudo haber existido en ese momento, como siempre pasa cuando ocurre algo inesperado. Incluso la mujer, después de que las piernas se le doblaran ante la magnitud del impacto haciéndola quedar de rodillas en el suelo, se quedó momentáneamente muda. Cosa que jamás le había ocurrido, tal la sorpresa que generó la acción de Cicuta. Arrodillada, por primera vez en inferioridad de condiciones, tomándose la mejilla golpeada y lamiéndose la sangre que comenzaba a manar de la comisura de la boca, escuchó por única vez, atontada, la voz cargada de justificado rencor de su hijo más chico:
—Me llamás mal nacido a mí, que casi es lo mismo que me llames degenerado. ¿Sabés una cosa, mujer? Degenerados son aquellos dos —dijo, mientras señalaba a sus hermanos—, que se escapan a la noche y se van a coger como unos descosidos a la curva del arroyo. Degenerados son ustedes dos —dijo, señalando con el índice a su padre y a ella en forma alternada—, que son primos hermanos de sangre y se casaron y tuvieron hijos cuando bien sabían que eso no era correcto. Y después me decís degenerado a mí porque intento ser distinto o quiero cambiar la tendencia errática de esta familia. Ahora, ¿sabés qué? Se pueden ir todos a la mismísima mierda, hagan la vida que se les antoje, pero no me obliguen a padecerla con ustedes, yo… yo trataré de encontrar mi camino…
Estaba tan concentrado, mordiendo las palabras al pronunciarlas, que no advirtió la casi imperceptible seña que les hizo su madre, repuesta en parte de la sorpresa del estallido de su hijo menor, a sus hermanos. Quienes, viniendo desde atrás y valiéndose de las superiores contexturas físicas, lo sujetaron amarrándole los brazos a la espalda, haciendo vanos todos los intentos de Cicuta por tratar de librarse de ellos. ¿A dónde creen que fue a parar el muchacho? Sí, adivinaron. Terminó en el oscuro sótano plagado de ratas y alimañas.





Capítulo 11
La huida
Hacía más de dos días, según sus cálculos, que estaba encerrado sin que le alcanzaran ni siquiera un mísero vaso de agua. Y si a ello le sumamos que lo habían despertado a la madrugada de aquel día para inculparlo, llevaba casi tres jornadas sin probar bocado y sin calmar su sed. Escuchó, ya casi al borde del desfallecimiento, el ruido que producía la puerta del sótano al levantarse desde afuera y oyó que alguien lo llamaba casi en un susurro, como con temor, lo que le hizo suponer que ya deliraba. Pero no, volvió a escuchar una voz que lo nombraba y le rogaba que se apurara a salir. Lo hizo de acuerdo a las condiciones en que se encontraba y considerando que debía trepar por una escalera colgante formada por dos cuerdas y travesaños de madera. Cuando Cicuta al fin pudo llegar, rendido, al piso del granero, se sorprendió de ver a su padre. Entonces, con la poca lucidez que le quedaba, comprendió que el castigo aún no había concluido y que el viejo, en un acto de arrojo justiciero, había contrariado las órdenes de su mujer, que seguramente eran las de que él acabara, con todo su osadía incluida, como comida de las ratas. Se paró como pudo y así, bamboleante, abrazó a su padre como jamás lo había hecho y por un largo momento. Tomó la bolsa con provisiones y ropa que este le había traído, y antes de irse, ya que no hacían falta aclaraciones para caer en la cuenta que debía desaparecer cuanto antes si no deseaba volver a pernoctar con los roedores y demás alimañas, escuchó lo que el viejo le decía:
—Andáte y no vuelvas. Yo no sé qué pasó, pero vos sos diferente y acá a eso lo podés pagar muy caro. Yo no reniego de ninguno de mis hijos ni de mis equivocaciones, al contrario me hago cargo, a eso tenélo muy en cuenta, pero tu madre… Te pido perdón por todas las barbaridades que te dijo, aunque, la verdad, yo no recuerdo que me haya dicho alguna vez eso de que no quería generarte… No sé cuándo fue que cambió tanto… O, ¿será que cuando uno está embobado con una mujer no escucha razones y ve las cosas de un modo erróneo? Como quiera que sea, yo soy nada sin tu madre. Ella, no sé si queriendo o no, anuló mi voluntad tanto como lo hizo con la de tus hermanos, pero eso no hace que ellos dejen de quererla y yo de necesitarla. Sin ella todos nosotros, salvo vos, seríamos piltrafas movidas al son del viento o bolas sin manija, no sabríamos para qué lado salir.
Luego de tal sarta de verdades, con un fuerte abrazo y una palmada en la espalda que al muchacho también le resultaron sinceros, su padre, en lo que aparentó ser una reconciliación por un viejo altercado nunca ocurrido, lo despidió. ¿Para siempre? Quién sabe, tal vez solo el tiempo y su imprevisibilidad podrían darle una respuesta a ese interrogante.


  

Capítulo 12
Necrológica
Y el tiempo no tardó demasiado en contestarle y le respondió afirmativamente. Aquella despedida fue para siempre, como lo había presentido esa noche cuando su padre lo rodeó con un abrazo que casi le estrujó la espalda. Pero, como muchas veces los presentimientos resultaban erróneos, había tenido la firme esperanza de que esta vez no se cumpliera. No fue así.
Había pasado un par de semanas desde el día en que su padre lo ayudó a escapar. Estaba trabajando hacía varias jornadas en una quinta plagada de invernaderos donde se cosechaban tomates y morrones. Lo habían alojado en un pequeño reducto de cuatro paredes construido a propósito para los changarines, que se precisaban siempre y que de vez en cuando, como él, pasaban por allí y necesitaban trabajar para ganarse el pan diario. Cicuta, con el objeto de estar informado y como única compañía, se había comprado una pequeña radio a pilas. A la mañana temprano, tras levantarse, la prendía y escuchaba mientras tomaba unos amargos antes de que llegara el horario de comenzar con las tareas asignadas. Cuando oyó la clásica música que servía de cortina a las necrológicas paró el oído. Luego se quedó por un instante con el brazo izquierdo a mitad de camino, sosteniendo el mate un palmo antes de llegar a sus labios, con la boca abierta como pasmado. Tras unos segundos reaccionó, chupó la bombilla y el agua caliente pasó raspando por su garganta entrecerrada, haciendo en extremo notorio el subir y bajar de su nuez de Adán. Dejó el mate a un lado al tiempo que se oía un chirrido de dientes apretados como mascando la infinita rabia que sentía. Se levantó, dio media docena de pasos en dirección al sauce que se hallaba al frente del ranchito y volvió sobre sus pasos, mientras se pasaba nervioso la mano por la cara, como rumiando, como tratando de encontrar la forma de actuar ante lo sucedido y de ese modo desestimar la impotencia que sentía. Repitió la acción un par de veces, luego fue hasta el árbol y se sentó con la espalda apoyada en el tronco. Flexionó las piernas, las rodeó con sus brazos y escondió la cara entre su pecho y las rodillas. Entonces estalló en un llanto ahogado, ronco, profundo, que si alguien lo hubiera escuchado, sin duda alguna, habría resultado contagiado por semejante congoja. Congoja tantas veces rechazada de libertad, tantas veces archivada para más adelante, postergada. Tantas veces acumulada y que esta vez no cupo más y no tuvo más remedio que saltar a la luz.
Estuvo así por unos largos quince minutos. Luego levantó la cara, secó con sus antebrazos las lágrimas y miró hacia adelante y arriba, lejos, con los labios apretados que simulaban una raja en un tarro, con el gesto adusto y la mirada… La mirada que se perdía por entre las hojas rendidas del sauce, era de una dureza extrema como si algo se hubiera roto definitivamente en el interior de Cicuta. Si las miradas mataran, con seguridad todo lo que estaba delante de sus ojos habría caído fulminado por más que solo habían sido mudos objetos testigos de su desazón.
En la radio solo habían informado que había fallecido de manera trágica. No quiso saber cómo, si hasta casi lo adivinaba. Seguramente, como castigo por haberlo liberado, lo habían tirado en el sótano sin comida y sin agua hasta que perdió la conciencia y luego lo golpearon con algo contundente haciendo que parezca un accidente. O, tal vez, lo encerraron y luego prendieron fuego el granero. Tenía la certeza que de esas posibilidades no escapaba el aberrante hecho. Creía capaces de todo a su madre y a sus hermanos. El odio siguió creciendo en el interior del muchacho, por más que otra parte de su ser ansiaba alejarse del resto de su lamentable familia y olvidarse para siempre de ellos. Tarea nada fácil más no imposible. Cuando masticaba tales opciones, una frase como un interruptor hizo clic en su cabeza: Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Y si de alguna manera pudiera hacer que su madre y sus hermanos desaparecieran de la faz de la tierra? Si eso sucediera, se acabarían todos y cada uno de sus problemas. Pero él no era un asesino y tampoco quería serlo. Deseó con todas sus fuerzas que eso ocurriera, aunque con el simple deseo sin actuación no bastaba. Pensamiento y acción debían confluir para que eso sucediera. Tras tales divagaciones entendió que no era el momento o más bien que no estaba preparado para realizar acto alguno en contra de sus parientes por más que el deseo de hacerlos desaparecer era superlativo.




Capítulo 13
Rumbo a la capilla
Tras la visita a la abandonada casa de los Romero y luego de hacerme saber parte de la interesante historia de Cicuta, que dicho sea de paso aún no me había aclarado si alguien se la había contado o cómo era que había llegado a su poder, por lo que, hasta el momento para mí, pecaba de cierta credibilidad, Tabaco hizo silencio y me instó, mediante señas como parecía ser habitual en él, a que lo siguiera, y volvimos a la camioneta. Casi demás está decir que por más que me devanaba los sesos aún no había podido establecer ninguna relación entre aquella extraña historia de la capilla y la casa de los Romero; a no ser que en ambos lugares reinaba el abandono y tal vez, por qué no, se podía interpretar que existía algo misterioso o de difícil explicación tanto en uno como en otro sitio. Pero de ahí a vincularlos o fijar una conexión entre ellos, con la información que tenía hasta el momento, era imposible.
Partimos hacia el otro lugar que íbamos a visitar, que siempre di por sentado que era aquella misteriosa capilla abandonada. Tabaco se había ensimismado una vez más en sus pensamientos con la vista perdida al frente en esos interminables caminos de colonia que solo él y tal vez un par de personas más conocían. Como siempre, era él quien decidía cuando debía contarme las cosas y en este momento no parecía que fuera a hacerlo. Por lo tanto, ayudado por el vaivén adormecedor, aunque un tanto ruidoso, de la vieja camioneta, me dejé llevar por mis pensamientos y ellos me condujeron a recordar aquella historia que involucraba directamente a mi ocasional compañero de viaje.
El tipo que encontré aquella vez en el bar me había inventado una historia que yo, muy iluso, me la había creído de cabo a rabo. ¿Con qué objeto?, pues con la finalidad evidente de sacarme de la investigación del curioso hecho. Pero, entonces, ¿estaba aliado con Álvarez? o ¿cada uno por su parte tenía el mismo propósito? ¿Cómo supo aquél que yo iba a estar a esa hora en un bar de mala muerte en medio del descampado? Porque, evidentemente, el tipo me estaba esperando; o sea, él me encontró a mí y no yo a él como pensé en aquel momento. Y si fue así, entonces alguien le dijo que yo andaba preguntando por la capilla. O era una confabulación de partes para sacarme del ruedo en el que caí por ocasional curioso, o fueron demasiadas casualidades las que se dieron. Me incliné por la primera opción. Si el hombre que me encontré en el bar estaba de acuerdo con alguien más, ¿quién era ese otro? ¿Tabaco? Yo no había conocido a nadie más que a los hostiles vecinos que no me dieron información alguna sobre lo que había ocurrido en la capilla. Llegado a este punto de mis conclusiones, se me presentó una imagen en mis pensamientos y se quedó allí como detenida en el tiempo por tan solo un instante, aunque suficiente como para que prestara atención a ella. Esa imagen graficaba aquellas cortinas que se corrieron en la casa de la huraña señora que fui a visitar en primer término. Tal vez el tipo con el que me encontré en el bar era uno de los que estaban adentro de esa casa en aquel momento. Era muy posible que haya sido así, ya que tras esa visita me dirigí a preguntar a otro par de lugares considerablemente distantes de allí y luego tuve el segundo mal encuentro con Tabaco Álvarez. Lo que le dio el suficiente tiempo para adelantárseme e instalarse en el bar y montar toda la puesta en escena que después llevó a cabo con el fin de engañarme. Era probable que haya sucedido así, aunque hay que reconocer que había mucho de fortuito en el asunto. ¿Cómo sabía que yo iba a tomar justo ese camino y que iba  a hacer un alto en ese lugar a descansar y tomar algo?  Como quiera que sea, este razonamiento explicaba un tanto la forma en que había llegado a mi encuentro aquel tipo que, ahora sabía, me había embaucado. Tendría que preguntarle sobre ello a Tabaco.
De pronto, ya que iba con los ojos entrecerrados, sentí que el vehículo aminoraba la marcha, para luego detenerse a un lado del camino casi en la cabecera de un pequeño puente que descansaba sobre el curso de un arroyito.
—Bájese y busque leña para prender fuego, que yo voy a ver si puedo cazar algo que sirva para comer.
Me ordenó Tabaco al tiempo que tomaba la conocida escopeta del espacio existente detrás del asiento. Recién ahí caí en la cuenta de que ya serían horas del mediodía, aunque mi estómago aún no me había dado aviso. Sin más se perdió, resuelto, entre la espesura del monte que contorneaba al arroyo. No me hice rogar, junté unas ramas finas del suelo como para prender y quebré otras, secas y más gruesas, de espinillos; las que aún colgaban de los árboles, lo que me valió recibir unos cuantos pinchazos en las manos. Busqué un lugar donde el pasto fuera escaso a la sombra de una morera, puse papel que encontré detrás del asiento y cuando estaba acomodando las ramitas me hizo pegar un salto un disparo cercano, que rompió la monotonía e hizo eco entre los árboles acallando el canto de los pájaros. A los cinco minutos, cuando el fuego ya tomaba forma calentando la rudimentaria armazón de alambres que servía de parrilla, y que también había encontrado detrás del asiento, volvió Tabaco, sosteniendo la escopeta por la culata, cuyos caños, apoyados sobre su hombro, apuntaban al cielo; en tanto que en la otra mano traía una liebre. Dejó el arma sobre el capó de la camioneta, colgó de una rama al animal con las patas abiertas y lo desolló con una habilidad de asombro. Le puso sal, que ustedes ya sabrán de dónde sacó, y lo tiró sobre la parrilla.
Nos sentamos sobre un grueso tronco de un árbol caído mirando las llamas a la espera de que se cocinara el almuerzo. Me estaba abriendo el apetito el olorcito a carne asada que se comenzaba a sentir. Me sorprendió —de hecho siempre lo hacía, tal vez por el tono de su vozarrón, tal vez por su imprevisibilidad— la voz de Tabaco, preguntando:
—¿Usted cree que uno tiene asignado de antemano lo que debe ser en la vida? ¿Que no depende de cada uno de nosotros hacer el camino o decidir la dirección que vamos a seguir?
Vaya interrogantes —pensé entre mí—. Me quedé un rato pensativo, tratando de discernir cuál era la mejor respuesta. Luego me escuché decir:
—No creo que alguien venga a este mundo con una misión preestablecida. Yo creo que la única finalidad del hombre al estar acá, al ser parte de este lugar del universo, es tratar de encontrar su felicidad. Generalmente equivoca los caminos para llegar a ella, tergiversa motivos e incluso opta por tomar derroteros complejos cuando debería transitar por los más simples y llanos. Existe mucha gente que está en presencia de un estado pleno y ni siquiera se da cuenta hasta que lo pierde y no es algo que se pueda recuperar con facilidad. Lo dejan pasar o no se dan cuenta por inconformistas. Defecto este que, a mi criterio, es uno de los peores que puede tener el ser humano. Siempre quiere más, nunca está conforme con lo que tiene o con el entorno que le toca ocupar.
Me miraba con los ojos dilatados mientras yo hablaba. No sé si porque no comprendía lo que yo decía o porque estaba perdido entre asociaciones de ideas en concordancia con lo que escuchaba. Al fin reaccionó:
—Veo que sus pensamientos no son muy diferentes a los míos.
Se levantó, tomó una larga vara de sauce que un momento antes había cortado para ese propósito, y le arrimó brasas a la parrilla. Luego volvió a tomar asiento.
—Ahora, estoy de acuerdo con lo de la inconformidad, pero muchas veces ocurre que sabemos que estamos ante un estado pleno o de felicidad, como usted lo llama, que creemos haber alcanzado lo que buscamos y nos costó tanto conseguir. En esos casos, ¿por qué siempre tiene que suceder algo que termina por romper ese estado?
Como supuse que se refería a su situación inmediata anterior a los hechos acaecidos en la capilla, de los cuales yo aún no tenía certezas pero sí sospechas, pensé en decirle que eran contingencias de la vida misma… Pensé en decirle que la felicidad se da cuando las dos personas que hacen a la unión se encuentran en estado pleno, que quizás una de ellas no era parte de esa plenitud y por eso ocurrió lo que ocurrió… Pensé en decirle que la situación acontecida no se podía haber adivinado ni prevenido como todo lo que está por llegar, ya que se trata del imprevisible condimento habitual que nos toca disfrutar o padecer por el solo hecho de vivir… Pero, ninguna de esas opciones dejó en algún momento de ser pensamiento. En cambio, solo dije:
—Tal vez eso ocurre como una forma de castigo por algo que se hizo mal aunque no se recuerde. O, tal vez, estamos pagando un alto precio por buscar aquello que definitivamente no merecemos por el solo hecho de ser descendientes de Adán y Eva. No lo sé.
Pareció haber quedado satisfecho con la respuesta o al menos si no lo estuvo no me lo hizo saber. Almorzamos en silencio, nos refrescamos en las aguas cristalinas del arroyito y luego volvimos a fijar el rumbo hacia la búsqueda de respuestas a mis interrogantes.




Capítulo 14
Entre tormentas
Cicuta, en su deambular sin destino camino a encontrar su lugar en el mundo, andaba por un interminable sendero entre cerrados montes de espinillos, cinacinas, molles y otros arbustos espinosos rastreros, cuando se despachó de que se aproximaba una tormenta. Se dio cuenta por la oscuridad en la que se había inmerso el día y no porque haya mirado hacia arriba, ya que él era como los chanchos, no le interesaba nada de lo volátil sino, más bien, era animal de tierra firme. Apuró el paso tratando de encontrar un sitio donde guarecerse. Mirando por encima de los espinillos para certificar que era seria la amenaza climática, vislumbró las copas de dos árboles enormes que se alzaban como a un centenar de metros a su izquierda. Ya había desestimado la posibilidad de un par de alcantarillas por el simple hecho de que si llovía mucho se llenarían de agua y encima de llovido, mojado —pensó—, con una buena dosis de razón. Llegó hasta donde estaban los altos árboles con la esperanza de que hubiera alguna casa o al menos una tapera con algún techo donde poder resguardarse hasta que pasara la tormenta, pero no halló nada de eso. Aunque sí se sorprendió de encontrar lo que a un primer vistazo le pareció un buen refugio, y esto era un inmenso hueco que se había formado por la unión de los dos troncos de los árboles que había divisado desde la lejanía y que atrajeron su atención por la altura. Un gigantesco eucalipto y un no menos imponente timbó que vaya uno a saber por qué circunstancia habían crecido juntos. Sin duda que debían ser contemporáneos, si no, no se explicaría que uno no haya ahogado al otro e incluso estaban pegados como si fueran siameses. Cicuta en algún momento ya lejano tal vez hubiera admirado la belleza de la obra de la naturaleza, pero su situación actual no daba lugar a sutilizas ni cursilerías. Tal vez por consecuencia de la erosión de alguna vieja creciente, ya que era una zona relativamente baja y cercana a un arroyo, se había formado en la base de los unidos troncos, donde arrancaban las raíces, un hueco suficientemente grande como para protegerse con holgura en su interior. Y no es que estuviera abierto de lado a lado, sino que, una parte estaba protegida y, o casualidad, era justo el lado desde el que se aproximaba la tormenta.
Luego de constatar que no hubiese zorrino, comadreja o lagarto alguno en el lugar, aunque sí había huellas de que más de un animal había pasado por allí o lo utilizaba de morada cada tanto, ingresó gateando como ameritaba el escondrijo. Acomodó un poco la tierra suelta de manera que quedara con caída hacia afuera por si daba vuelta el viento y terminaba lloviendo en la boca del agujero. Puso su maleta y tomó asiento sobre ella, recostando su espalda contra una de las gruesas raíces que horadaba la tierra en forma vertical y flexionó las piernas al estilo indio. Aspiró y exhaló con profundidad un par de veces, cerró los ojos en actitud reflexiva e intentó librarse de sus pensamientos y tal vez dormir un rato hasta que pasara la tormenta.
Incluso con los ojos entrecerrados pudo vislumbrar el fogonazo del relámpago antes de que estallara casi sobre su cabeza. Ahí se dio cuenta de que había cometido un error casi infantil, pues bien sabido lo tenía que los árboles más altos siempre están más propensos a recibir las descargas eléctricas. No obstante, no le dio la importancia que se merecía el asunto. Tal vez no se dejó intimidar o tal vez no le importó en absoluto lo que pudiera suceder con su persona hastiado como estaba de recibir pálida tras pálida.
Afuera parecía noche cerrada y eso que eran las tres de la tarde. Fue una tormenta con fuertes vientos, cargada de electricidad y con grandes aguaceros que le hicieron temer en algún momento que el refugio buscado no era del todo seguro. Cayeron, calculó, más de cien milímetros en poco más de dos horas, lo que hizo que el par de árboles que le servía de guarida al estar en un nivel un tanto más alto que el entorno, haya quedado rodeado de agua conformando una pequeña isla en medio del monte.
Cicuta, mientras se desencadenaba la tormenta, nunca dejó de pensar y de imaginar cosas y posibles sucesos. Bah, en realidad nunca dejaba de hacerlo. Estaba casi convencido de que la virtud de la imaginación en el ser humano, que todos consideraban como tal, para él era un defecto, un castigo. Él se imaginaba desde hacía muchísimo tiempo cosas que podían suceder y la manera en que podían satisfacerlo considerando todas las posibles contras como para no tener demasiado margen de error, y sin embargo, nunca sucedían como él anticipaba que podían suceder. Lo imaginado siempre era errático. Nunca pasaban las cosas de la manera que se imaginaba. Entonces, ¿de qué servía imaginarse un mundo ideal? Si de ninguna manera lo podía lograr o tener al alcance de sus manos, por más que el mundo que anhelara fuera discreto, sin demasiadas pretensiones y acorde a su paladar plagado de simplicidad; si la providencia, el destino o las fuerzas que decidieran en consecuencia a lo actuado siempre le tiraban míseros restos de lo pedido o determinaban lisa y llanamente otra cosa. En conclusión, él creía que el que se lo haya dotado al hombre de imaginación era un castigo más que una virtud. Tal vez solo tendría que acostumbrarse a aceptar las migajas que las circunstancias iban poniendo a su alcance, como lo haría un pajarito, pasando sin ton ni son por la vida, desapareciendo un día sin que nadie se diera cuenta, sin un mísero redoblar de campanas, sin el llanto de un ser querido, sin nada.
Tales los divagares mentales que muchas veces invadían al muchacho, lo atormentaban y lo tiraban abajo. No obstante, había una voz interior, por ahora un tanto más poderosa que la otra, que lo impulsaba a seguir buscando su lugar. Él no renegaba de su origen, jamás lo había hecho. Por más que sus raíces estaban torcidas y putrefactas él intentaría enderezar al menos uno de sus retoños. Se habría llamado cobarde si hubiera renegado y esa palabra era considerada por él como equivalente a aquella otra que no le gustaba ni siquiera pensar y que evitaba pronunciar casi desde siempre; desde que la escuchó asociada de manera directa a la relación de sus padres.
Precisamente, pensando en sus familiares, no se imaginaba en absoluto a su madre ni mucho menos a sus hermanos teniendo los pensamientos, los divagares mentales, las incongruencias, los análisis sicológicos que él se hacía casi a diario. No podría aseverarlo de su padre, ya que lo había escuchado hablar tan pocas veces, que tal escasez de frases hilvanadas no alcanzaban para llegar a hacer un análisis de su personalidad. Aunque, ya se sabe, lo que imaginamos jamás coincide con lo que en realidad después sucede.
Debido a ello, a esas diferencias bien marcadas, a su criterio, entre la forma de ser de su familia y su manera de desenvolverse, es que tenía la certeza de que era distinto. Que era como el último orejón del tarro, o como la oveja negra del rebaño; y que no estaba en el lugar correcto. A veces hasta tenía la sensación de haber sido invadido por alguna musa o por algún ente, alma o espíritu ajeno que pensaba y actuaba por él…
En fin, entre la tormenta climática del exterior que no terminaba de disiparse y la de pensamientos en el interior del muchacho, que al parecer se había pospuesto para cuando despertara, la oscuridad diaria se hizo nocturna acarreando con ella imaginaciones y sueños que, tal vez, en discordia con las ideas del muchacho, algún día se harían realidad.





Capítulo 15
Imán de problemas
Hacía unos meses que trabajaba en una granja donde se criaban pollos parrilleros. Era el encargado de proveerles alimento balanceado, darles agua, ventilarlos y demás tareas concernientes a su desarrollo.
La cuestión era que los patrones del muchacho tenían una hija que ni bien vio a Cicuta se enamoró perdidamente de él. Una morochita con un cuerpo de infarto que derretía hasta la tierra con solo mirarla. Se habían encontrado y habían tenido sexo un par de veces, pero siempre en lugares discretos, alejados, propicios para no ser descubiertos, porque él sabía que si los padres llegaban a enterarse de lo de ellos seguro lo fletaban, y bien es sabido que no se jode donde se come. Pero bueno, ese era su pensamiento que parecía no concordar demasiado con el de la llamativa señorita.
Cicuta no sabía con exactitud cuáles eran las virtudes de un hombre que atraían a las mujeres, pero le constaba que él parecía tenerlas ya que se le venían como las moscas al azúcar. Aunque también sabía que cada vez que había dejado acercar a una de ellas más de la cuenta, eso le había acarreado problemas y no había tenido más remedio que tomar distancia.
Resultó que un buen día de verano—o no tan bueno, considerado el caso—, a la hora de la siesta, después de acarrear las bolsas de alimento, que el camión de la empresa avícola había descargado a la mañana, hacia el interior de uno de los galpones, Cicuta se quitó la remera y así con el torso desnudo se dirigió hacia el bebedero de los animales que estaba detrás de la casa con ánimos de refrescarse. Una vez que se echó agua encima y se vio aliviado, giró para dirigirse al galponcito donde tenía sus pertenencias con el fin de buscar una chomba limpia. Lo sorprendió el encontrarse cara a cara con la morochita. Los patrones dormían la siesta o, al menos, eso era lo que creía la chica, por lo cual se pegó a Cicuta. Tomó sus manos y llevó una hasta su entrepierna, en tanto que adhirió la otra a uno de sus pechos, mordiéndose el labio inferior, disfrutando ante la atónita mirada del muchacho. Mirada atónita y sorprendida, porque él, por estar ubicado de frente a la casa, vio que la madre de la chica estaba observando toda la escena. No supo qué hacer, por lo tanto no realizó movimiento alguno. A la chica le llamó la atención su pasividad, sabía que él era de los que no se quedaban quietos, así que se volvió siguiendo la dirección de su mirada. El hecho de ver a su madre y reaccionar sucedió casi al unísono. Quitó las manos de Cicuta de su cuerpo con violencia y con más vehemencia aún hizo estallar la cachetada en la mejilla del hombre, al tiempo que increpaba:
—¡Degenerado! ¿Quién te creés que soy para andar metiéndome mano?
Si la chica lo hubiese inculpado con cualquiera de los otros veinticinco vocablos factibles de ser utilizados en esa circunstancia, él la habría comprendido y disculpado, pero fue a ocupar justo el único que no debía. El último que el muchacho hubiera querido escuchar pronunciar por sus labios de miel que tantas satisfacciones le habían brindado. Absorbió el golpe bajo con altivez. No se supo si la muchacha llegó a interpretar lo que él le mandó a decir con la mirada y que la tachaba de asesina de ilusiones, pero claramente entendió que lo que alguna vez los unió ya no era tal; por lo que desapareció corriendo hacia la casa, con los ojos empañados y ahogando el llanto que pugnaba por salir.
Él fue hasta el galpón, tomó sus pertenencias y a los veinte minutos del desgraciado suceso ya establecía rumbo a seguir buscando su lugar, pensando en que él nunca generaba esas situaciones problemáticas, sino que ellas venían a su encuentro. Lo atraían como la carroña a los caranchos.




Capítulo 16
Una gran idea
Era uno de esos ya clásicos días de peregrinaje sin un destino prefijado. El muchacho se encontró, casi por sorpresa, ya que solía caminar con la cabeza gacha, e inmiscuido en sus pensamientos, con una pequeña capilla. Estaba situada a un lado del camino y casi en medio de la nada. Luego de verla, recordó que había cruzado a varias personas caminando en sentido contrario. Debía ser sábado, o domingo quizás, y tal vez recién habían salido tras haber participado de la misa. Él nunca había sido muy apegado a la religión ni muy adepto a Dios y tampoco terminaba de entender por qué tantas personas tenían la necesidad de creer en su poder superior, por el hecho de que cada vez que él lo había invocado no había recibido ni la más mísera respuesta. El caso fue, que detenido allí, entremedio de las dos sinuosas e interminables huellas del camino rural, con la vista fija en la rudimentaria construcción, Cicuta sintió que por su cabeza rondaba una idea. Y que ésta casi al mismo tiempo era analizada por su intelecto, tornándola factible de realización —y ya sabemos el nivel de tozudez que tenía el muchacho cuando se le fijaba una idea—. Además de ese motivador pensamiento que lo embargó, percibió una especie de cosquilleo, como que el lugar ejercía una cierta atracción hacia su persona, como que de alguna manera lo llamaba, murmurándole al oído: ¿qué tal si es este el lugar que tanto buscaste?
Esa rara mezcla entre magnetismo externo y pensamiento positivo llevó a que el muchacho se terminara por preguntar: ¿qué puedo perder si lo intento? Nada —se respondió—, sin que medie pausa entre interrogante y contestación. Por lo tanto echó a andar hacia la entrada de la capilla con paso lento aunque firme y convincente.
Encontró al párroco muy amable y abierto a escuchar lo poco que él tenía para decirle. Era un hombre de unos sesenta y cinco años que estaba encargado de esa parroquia y de otras dos en colonias vecinas. Extrañamente al muchacho no le costó demasiado entrar en confianza con él, abrirse y contarle sus problemas.
Como era de suponer, el padre no siempre se encontraba allí. A lo sumo estaba un par de días cada dos semanas, así que Cicuta se dedicó a buscar trabajo en la zona y lo consiguió como hachero en una propiedad cercana.
Su interés por la iglesia fue creciendo a medida que visitaba y charlaba con el experimentado párroco y, por ende, su idea, aquella que se le había ocurrido cuando estaba parado en medio de la calle observando por primera vez la capilla, tomaba más y más forma. Hasta que consideró que había llegado el momento de hacérsela saber al padre cura. Lo estaba ayudando a recoger las cosas luego de que se realizara el oficio religioso del domingo, cuando se lo dijo casi al pasar. El párroco se detuvo en seco y lo miró fijo un buen tiempo. Al ver que el muchacho ni siquiera parpadeó como convencido de su intención, le respondió con un escueto:
—Bien, veré qué puedo hacer.
A Cicuta le supo a contestación de circunstancia, como aquella que da una persona para salir del atolladero cuando se ve comprometida por una pregunta o una acotación que no esperaba, como que al párroco su idea no le había resultado en absoluto posible de realización. Debido a ello toda su estantería se vino abajo, se derrumbó llevando consigo: su gran último sueño, sus creencias renovadas y sus posibilidades de salir adelante a través de la fe.
No hizo acto de presencia en la siguiente visita del párroco a la capilla, tampoco en las subsiguientes. Solo se dedicó a trabajar en silencio, tratando de despilfarrar todas las energías bajo el yugo diario, aunque su inquieta mente ya estaba en tratativas de elaborar alguna nueva posibilidad que le permitiera seguir buscando su lugar en el mundo. Hasta hacía unos días estaba convencido de haberlo encontrado en la fe, pues ahora precisamente fe era lo que le faltaba. Necesitaba creer en algo ya que su amigo el párroco le había fallado, no creyendo en él ni en sus posibilidades para ser hombre de Dios.
Estaba sentado en una banquito de los de ordeñar las vacas delante del granero, lugar donde habitualmente descansaba, tomando unos mates, cuando lo sorprendió la llegada del patrón. Sorpresa dada por su actitud, ya que los domingos después de concurrir a misa con su familia, siempre se iban a dar una vuelta por la ciudad o a visitar a algún pariente y no volvían hasta la tardecita. El hombre le dijo que se pusiera una pilcha adecuada que el párroco quería hablar con él. No se hizo rogar. Una luz de esperanza comenzaba a iluminar nuevamente su mirada y por lógica su gran idea.
Y su gran idea brilló en todo su esplendor cuando el sacerdote le informó que habían aceptado su ingreso al seminario de Paraná por recomendación suya, y que, además, debido a su condición, le otorgarían una beca para que pudiera pagar sus estudios. No pudo resistirse y le prodigó un fuerte abrazo al padre cura, pidiéndole perdón por haber dudado de él y de su buena fe.
Tuvo que viajar un par de veces a su pueblo natal con el fin de reunir la documentación necesaria para ingresar, lo que habría sido una ardua tarea si no lo hubiera ayudado el párroco con sus llamados telefónicos o haciendo acto de presencia para que le facilitaran tales formularios en ausencia de sus padres.
Una vez instalado en su habitación del seminario, solo se dedicó a estudiar.
Su carrera al ansiado sacerdocio le llevó su buen tiempo, ya que en primer término debió cumplir con la educación secundaria necesaria para luego hacer el seminario mayor.
Casi demás está decir que José Romero —ya lo de Cicuta había quedado en la nebulosa del olvido—, creyó haber encontrado su lugar y que eso le hizo ganar confianza, lo ayudó a creer en sí mismo, lo hizo saberse dueño de su voluntad y, por ende, lo obligó a actuar de acuerdo al sentido común, a los mandatos del Señor y a su instinto de buen samaritano. Salvo en contadas ocasiones donde el subconsciente lo traicionaba, trayéndole recuerdos aletargados, mostrándoselos como recientes, renovándolos como para que no terminara de olvidarlos nunca más.





Capítulo 17
En alusión a ella
El entorno se veía difuso como si alguien hubiera borroneado los contornos de la nitidez. Aunque eso no interesaba demasiado, lo que sí tenía su importancia era la voluptuosidad de la mujer que venía a su encuentro. Conocía muy bien ese grácil corretear, ese desplazar felino como sobre algodones y esos pechos, que subían y bajaban con absoluta libertad, que tanta mella hacían a su rectitud, a su linealidad, a sus prejuicios. Sí, era ella, era la mujer que siempre tuvo en sus pensamientos, tanto en los obscenos como en los puros, tanto en los morbosos como en los correctos. La que los reunía y era dueña de todos ellos. La que se había instalado, casi desde que escuchó caer el primer cascotazo, en su corazón y se había quedado allí para no salir jamás; pase lo que pase, suceda lo que suceda, transcurra el tiempo que transcurra. Llegó hasta él y lo rodeó con sus brazos. Con la efusividad de siempre, pero con la diferencia de que esta vez él la dejó seguir. Lo besó fervientemente, con devoción, como recuperando algún tiempo perdido. Él no se quedó atrás. Se sacaron a los tirones la ropa, como pudieron, sin dejar de besarse. Si alguien los hubiera estado observando habría pensado que tenían el tiempo contado y que después de tantos minutos de amarse todo acabaría y por ende tenían que aprovechar hasta el último segundo. Tal vez no era así, pero así lo interpretaron ellos y así lo llevaron a cabo. Cayó la última prenda al suelo al mismo tiempo que ellos caían unidos sobre la cama. Sus bocas nunca se despegaron quizás con temor de no volver a juntarse. Sus cuerpos se unieron con ansiedad de años y lograron satisfacer mínimamente esa pasión aletargada aunque siempre latente cual lava de un volcán que descansara en su lapso de inactividad.
Agotada por la rapidez y la efusividad del acto, ella se retiró de sobre el cuerpo del hombre, girando y acostándose a su lado, boca arriba como él. Este abrió los ojos que tenía entrecerrados, aún disfrutando de la pasión del encuentro. Ladeó levemente la cabeza hacia ella para mirarla y agradecerle con una sonrisa… sonrisa que se congeló para luego transformarse en una mueca, ahogando un grito en la garganta al reconocerla: ¡Era su hermana!
Volteó el cuerpo hacia el otro lado y se sentó en el borde de la cama dándole la espalda. La acción hizo que despertara sorprendiéndose de encontrarse sentado en la cama de su habitación del seminario y con un bulto considerable en la parte de adelante del pijama, que lo obligó a sentir vergüenza propia por el estado en que se encontraba y por lo que había soñado. Aunque en el fondo se alegraba de que no haya sido real, sobre todo el final.





Capítulo 18
Presagio de tragedia
No recordaba haber realizado viaje alguno, pero lo cierto es que estaba allí, en la casa de su madre, en la que lo albergara en los primeros años de su vida. Se encontraba parado en el umbral de la puerta de dos hojas que daba ingreso. Se sentía un olor dulzón, penetrante. No había faroles encendidos y salvo la entrada principal estaba todo cerrado. Solo se proyectaba a través de la puerta la tenue claridad del día encapotado reinante en el exterior. Desatrancó y abrió de par en par los postigos de las dos ventanas que daban al frente. Ahora sí podía vislumbrar con cierta claridad los detalles, aunque bien podría haber caminado entre ellos inmerso en la oscuridad sin ninguna dificultad. Todo estaba igual que hace un montón de años. Le llamaba la atención el silencio que reinaba. Si bien sabía que sus hermanos y su madre eran de escaso hablar, también sabía que eran de los que no se quedaban quietos durante el día. Siempre algo estaban haciendo. Fue al dormitorio de Elena, abrió la ventana y nada. La cama vacía y tendida. Luego fue al dormitorio de Abel y al abrir la ventana se sorprendió de no encontrar cama alguna. Estaba el viejo y conocido placar con el espejo rajado y nada más. Solo el piso de ladrillos que despedía olor a humedad y a suciedad de encierro. Aromas que se mezclaban con aquél que había percibido al entrar y que parecía estar en todos lados. Cuando abrió el dormitorio de su madre, lo avanzó, lo rodeó y lo invadió cual fuego en un incendio, ese olor dulzón, cálido y putrefacto; nauseabundo. No obstante la leve claridad que ingresaba por la puerta, no alcanzaba a divisar nada que le permitiera despejar la incógnita sobre su procedencia. Tapándose la nariz y la boca con una mano avanzó hacia la ventana con ánimos de abrirla. Su pierna chocó con algo a la altura de la tibia haciendo que se atragantara con una puteada debido al dolor. Se agachó, tanteó con la mano y rodeó lo que sea que hubiera en su camino, y abrió la ventana. Al girar, por más que su subconsciente ya había presagiado la presencia de la muerte en simple asociación con el olor y en cierta manera lo había preparado, el cuadro que se presentó ante sus ojos lo dejó estupefacto. Tardó una treintena de segundos en reaccionar. En el dormitorio había otra cama además de la matrimonial y esa era la que estaba ubicada en un lugar no habitual y que lo había hecho tropezar un momento antes. Pero eso era una minucia al lado de lo demás. Un cuerpo yacía sobre la cama de una plaza con la boca y los ojos abiertos mirando sin ver el techo. Una colcha lo cubría hasta el cuello, no obstante ello supo que era el cadáver de su madre. En tanto, en la cama grande había otros dos cuerpos también invadidos por la rigidez post mortem. Pero lo más sorprendente de estos eran las posiciones en que se encontraban. La mujer estaba boca arriba, desnuda, con las piernas entreabiertas, tenía los ojos casi fuera de las órbitas y la boca abierta con un palmo de lengua fuera de ella, como si hubiera sido estrangulada. El hombre yacía encima de ella, desnudo, con los pantalones en los tobillos y los zapatos puestos, boca abajo, ubicado entre las piernas de la mujer, con la parte superior de su cuerpo levemente inclinada hacia la izquierda, como si se hubiera dormido sobre ella después de tener sexo. Pero eso no había ocurrido así a juzgar por el negro agujero que presentaba en la sien derecha y por el revólver que descansaba al lado de ambos.
Cicuta, luego de reaccionar y tras observar la macabra escena, se aprestó a salir. Giró bruscamente y eso hizo que se enredara los pies con algo que había en el suelo, lo que provocó que se diera de bruces contra el piso. Y también logró hacerlo despertar de su pesadilla, transpirado y enredado con las sábanas, en su cama de la habitación del seminario. 



Capítulo 19
La postergada visita
La calma había reemplazado a la ansiedad que lo había invadido en los días previos al viaje e incluso durante parte del trayecto, que había sido cubierto por un par de colectivos. Ahora, después de bajarse del último de ellos, estando ya a kilómetro y medio de la casa de su madre, era como que la tranquilidad de lo inevitable se hubiera apoderado de su personalidad. Era como que algo o alguien le hiciera saber que estaba haciendo lo correcto.
Iba por el camino de tierra, tantas veces transitado cuando niño y durante la adolescencia, pensando en la cantidad de ocasiones en que había postergado la visita. Postergaciones que le habían valido otras tantas noches en vela, tachándose de egoísta. Sentía que era una obligación tratar de hablar con ellos. No tanto con su madre porque ya sabía que no aceptaría consejo alguno de él, pero sí con sus hermanos. Lo sentía así como hombre que ahora militaba en las filas de Dios. No para advertirles de lo malo de sus acciones, no para inculparlos por las faltas cometidas, tampoco para perdonarlos por ellas; sino, simplemente para hablarles de lo que vendría, sobre cómo se desenvolverían cuando la madre no esté al lado de ellos como sobre protectora, como manejadora de sus nulas voluntades. La vieja ya tenía más de setenta años y por más que hacía quince que no la veía, no había que ser muy sagaz para darse cuenta que con el tipo de vida que había llevado siempre, sumado a las conocidas cargas mentales que por más que el que las lleva crea que no lo afectan, lo hacen y mucho; seguro no le quedaría demasiado hilo en el carretel.
Llegó a la tranquera de entrada que estaba igual que la última vez que la saltó, aquél día en el que dejó su hogar prometiéndose jamás volver; tal vez un cachito más caída, con las maderas más carcomidas por los bichos y la humedad. Zafó la cadena del gancho, abrió, entró y volvió a cerrar, lo que demostraba que su tranquilidad no era aparente; si lo hubiera sido, seguro la habría saltado. Lo recibieron un par de perros extrañamente silenciosos y zalameros, como… como si lo hubiesen conocido, cosa imposible ya que no deberían tener más de seis o siete años. Solo lo olisquearon. ¿Sería que él despedía los mismos olores o tendría el mismo andar que los de su familia y que por eso lo habían reconocido como tal? Extraño actuar el de los canes, sin duda. No obstante, tal incongruencia quedó inmediatamente en un segundo plano al levantar la vista y mirar hacia la casa.
Allí estaban, formando fila cual cuartel militar. Su madre con su hermano a la derecha y su hermana a la izquierda, con sus miradas en consonancia con la formación: serias, intransigentes e interrogantes. Salvo la vieja, por cuestiones obvias, ya que se apoyaba en un rudimentario bastón, encorvada tal vez por algún problema de cadera, aunque eso no le había quitado la mirada inquebrantable de siempre; los demás estaban parados con los pies juntos, los brazos en jarra y las manos apoyadas en la cintura. El lenguaje corporal de cada uno de ellos y de todos en su conjunto expresaba el mismo interrogante: ¿Qué hacés vos acá? Como Cicuta adivinó a la perfección la pregunta que no había sido formulada, se acercó hasta quedar a una decena de pasos de sus parientes, y desde allí contestó:
—No tengan miedo, no traje a nadie conmigo. No hay persona que sepa sobre las oscuras verdades que ustedes esconden. No vengo a pedirles explicaciones, tampoco a juzgarlos. Ustedes son personas mayores, dueñas de sus actos y por lo tanto sabrán hacer frente a las consecuencias que ellos acarreen y si no se hacen cargo, entonces mamá lo arregla —agregó con sorna, aunque sus interlocutores ni mosquearon—. Juré, aquella vez, después de enterarme de la muerte accidental —recalcó la palabra— del viejo, que jamás volvería. Que a partir de ese momento los negaría como madre y como hermanos. Pero, evidentemente los lazos de sangre por algo existen, y tiran y atraen aunque estén forjados sobre la incorrección misma. Siempre, desde aquel ingrato momento, hubo algo que me los recordó, avisándome que había quedado algo pendiente, algo sin resolver entre ustedes y yo. Algo que en principio no supe interpretar y cuando logré hacerlo me llevó un buen tiempo juntar el coraje y la paz necesarios para enfrentarme una vez más a ustedes.
Hizo una pausa para tomar el aire que le faltaba, el ambiente estaba enrarecido por un calor húmedo sumado al olor penetrante a bosta de vaca que llegaba desde los corrales. Instante que aprovechó la vieja para meter púa, con voz carrasposa y calma, aunque no por ello menos sarcástica, apuntó:
—Veo que el orejano se llenó de veneno andando por quién sabe dónde y ahora vino a ventilarse con los que abandonó.
Cicuta, sin dar demasiada importancia al insulto de su madre, prosiguió:
—Y cuando digo entre ustedes y yo, me refiero a vos Abel y a vos Elena —dijo, señalándolos, quiénes lo miraron con sus mejores caras de bobetas.
—Sí, mi deuda con ustedes es: advertirles, llamarles la atención, abrirles los ojos o como quieran llamarlo, sobre qué van a hacer cuando no esté esa señora al lado de ustedes —señaló a su madre—, y no pueda decirles qué es lo que deben hacer a cada momento o cómo resolver las situaciones inesperadas que se les presenten.
Sus hermanos lo miraron absortos, sorprendidos, como… como si nunca hubieran pensado en la posibilidad de que su madre les fuera a faltar. En tanto, la vieja destilaba furia a través de la mirada. Si hubiera podido correr, seguro le habría partido el bastón en la cabeza a su hijo menor, aunque tal vez no lo habría podido alcanzar porque este ya había considerado cumplida su misión y había echado a andar en la que creía su última visita al lugar.

  


Capítulo 20
Destino: la capilla
Continuamos por el zigzagueante y bacheado camino al son del monótono ronroneo de la vieja camioneta. Según mis cálculos y teniendo en cuenta que el tipo conocía todos los atajos, debíamos estar en inmediaciones de la zona de la capilla, pero como él, inmerso en su habitual estado taciturno, no largaba prenda; yo, dominado por la inseguridad, tampoco le pregunté.
Por primera vez en mucho tiempo miré hacia arriba. El cielo estaba encapotado feo. Nubes oscuras pasaban raudas y bajas. Presté atención y sí, se escuchaban truenos, un tanto lejanos y en parte ahogados por el ruido de la chata. Miré hacia donde estimé que estaba el sudoeste y los refucilos, aún bajos, surcaban el firmamento. No tardaría en alcanzarnos la tormenta. Debíamos encontrar algún refugio a la brevedad ya que el vehículo no ofrecía garantía alguna. De hecho hasta le faltaban los vidrios de las ventanillas. No obstante, Tabaco ni se inmutó, siguió en su ensimismamiento como si estuviera transitando bajo un lozano sol de primavera.
Observando la oscuridad del cielo y la cercanía de los cargados nubarrones que lo ocultaban, no puse cuidado en que estábamos cerca de arribar al lugar señalado. Allí estaba, impertérrita, solitaria, misteriosa e imponente. Me sorprendí de haber utilizado los mismos adjetivos que usé antes para definir a su cuidador, y me causó un estremecimiento el verla así, de un golpe de vista, de forma inesperada. En cierta manera, me alegró el hecho de que no haya perdido sus interrogantes, su misterioso encanto, que conserve sus dudas intactas. Sentí latir con fuerza el corazón en mi pecho, lo que me resultaba una señal inequívoca de que allí había una incertidumbre a resolver.
Con todo el jolgorio que me invadió por haber llegado al lugar, me había olvidado de la tormenta. Fenómeno que se hizo notar soplando con intensidad, trayendo hacia nosotros pastos secos, arbustos, restos de ramas y una nube de polvo y tierra, ya que comenzó en seco sin una gota de lluvia. Se presentía brava. Tabaco, inmutable como siempre, conminó:
—Métase en la capilla hombre hasta que pase, seguro que en un rato viene piedra y mucha agua.
Lo miré, no entendiendo, ya que pensé que iría conmigo. Se anticipó a mi pregunta:
—Vaya usted, yo jamás volveré a entrar a ese lugar bajo ninguna circunstancia. Esperaré acá hasta que pase.
Y como para afirmar lo que decía, una vez que bajé de la camioneta, lo hizo él. Sacó de atrás del asiento una tabla que luego, volviendo a subir, colocó tapando la ventanilla del lado que llegaba la tormenta para, posteriormente sentarse en forma perpendicular a la posición de manejo y apoyar su espalda en ella con el fin de sostenerla de esa manera. Cruzó las piernas extendidas sobre el asiento y echándose el sombrero sobre los ojos con el propósito, tal vez, de dormir una siesta, dijo:
—Vaya de una vez hombre que lo van a lastimar las piedras.
Aún incrédulo por la actitud del tipo, partí corriendo hacia la capilla. Salté por encima del portón de hierro y cuando llegué a la puerta de ingreso a la casa de Dios, un fogonazo lo iluminó todo y una milésima de segundos después, o tal vez menos, el consecuente rayo resquebrajó la monotonía del lugar provocándome una momentánea parálisis. Podría jurar que toda la capilla tembló y hasta aseveraría que el fenómeno cayó sobre ella. Casi al mismo instante, comenzó a escucharse el clásico tac… tac… tac… en un golpeteo más pesado que el de las gotas de agua de lluvia. Tabaco, como buen hombre de campo que era, había acertado con su pronóstico.
Ingresé al templo. Todo estaba casi como en aquella ocasión, tal vez un poco más deteriorado por la obviedad del paso del tiempo. Miré hacia arriba y sí, allí sobre las cabriadas estaban los búhos con los ojos más grandes que de costumbre, tal vez asustados aún por la caída del rayo. Caminé hacia el púlpito sintiendo la presión de una fuerza externa, innegable e inapelable que me hizo abstraer totalmente del entorno tormentoso. No se percibía allí, ni el silbar del fuerte viento que sabía ocurría afuera, ni el ruido de las piedras o de la lluvia sobre el techo a pesar de ser este de chapas. Era como que el lugar tenía una atmósfera particular que todo lo absorbía y yo estaba inmerso en ella, porque me había dejado llevar o porque me había atraído sin que me diera cuenta. Algo infinitamente misterioso pasaba allí, de eso no me quedaban dudas. Solo faltaba saber si ello estaba provisto de maldad o no, pero, ¿cómo podría determinar tal cosa? o ¿qué tendría que ocurrir para que lo pueda averiguar? En realidad, tenía serias dudas de que vaya a pasar algo allí que me llegara a contestar tales interrogantes.
Terminaba de hilvanar tales conclusiones cuando ocurrió algo sorprendente desde todo punto de vista: un relámpago, que se extendió en el tiempo, iluminó todo el interior de la capilla, ingresando su enceguecedora luz a través de las pequeñas ventanas que había a lo largo de ambos laterales. Pero eso no fue lo notable, sí lo fue lo que resaltó ante mis ojos al ingresar tanta claridad desde el exterior. En el lugar físico donde antes estuviera colgada la pesada cruz, pues ahí estaba, pendiendo de las cadenas del techo, como si fuera un holograma proyectado por el intenso refucilo. Quedé estupefacto, tieso, sin articular movimiento alguno, lo que duró la luz del relámpago y un poco más. Cuando reaccioné miré hacia el piso y sí, como pensaba, allí seguía descansando, abatida, la gran madera cruzada con su Cristo. Volví a mirar hacia arriba y nada, no había nada pendiendo del techo como hacía un momento me había mostrado la imponente luz del relámpago que, a propósito, no acarreó ningún posterior rayo o, al menos, yo no lo escuché.
Extrañado, confuso, incrédulo, hasta consternado, y con un inenarrable temor metido en las entrañas, retrocedí sin quitar la vista del lugar donde había aparecido la imagen fantasmagórica hasta que mi espalda chocó con la entornada puerta de ingreso y también eso logró generarme temor. Salí. Me temblaban los talones y me castañeaban los dientes, y no era porque había refrescado o me hubiera humedecido con la lluvia; no señor. Ya no caía granizo y la lluvia había amainado su fuerza así como el viento. Sin pensarlo, me dirigí corriendo hacia la camioneta de Tabaco y subí a ella casi sin esperar a que bajara los pies del asiento, quitándole la comodidad que aparentaba tener. Con el índice de la mano derecha tiró hacia atrás el sombrero que tenía sobre los ojos, luego me miró con una chispa de ironía y una sonrisa socarrona pintada en los labios.
—¿Me pareció o usted salió corriendo de la capilla como alma que persigue el diablo?
Lo miré con una mezcla de miedo, reproche e inquisición.
—Usted sabía lo que iba a pasar, me trajo a propósito para que me desayunara con mis propios ojos.
Me miró con esa pinta de sobrador que le conocía desde la primera vez que lo vi, precisamente, en este mismo lugar. Luego perdió la vista en cierto punto lejano, al frente de la camioneta.
—Tal vez sí, tal vez no. Realmente no sé cuándo van a dejar de ocurrir estas cosas.
O sea que el tipo sabía que pasaban “cosas raras”, de eso no cabían dudas. Lo que no me terminaba de cerrar era: si Tabaco me había traído para que yo sintiera o viviera en carne propia lo que sucedía puertas adentro de la capilla, ¿cómo pudo calcular con absoluta precisión el momento en que llegaría la tormenta? Sin tener en cuenta que él descontaba que me iba a encontrar en seguida y que yo no opondría resistencia alguna a viajar en su compañía. Tómese esto como algo irrefutable ya que el tipo conocía mi desmesurado interés en la historia de la capilla. Ahora, me fue a buscar a casi doscientos kilómetros de distancia, al momento del encuentro el cielo estaba límpido, el sol brillaba a pleno y no existían vestigios de tormenta alguna. Además, después me llevó a otro lugar donde estuvimos un par de horas. ¿Tan preciso era el tipo en el pronóstico del tiempo y para calcular todo de antemano y no errarle ni siquiera en un par de minutos? Realmente admirable.
Abstraído en mis pensamientos, iluso de mí, ni siquiera tenía en cuenta que la única persona que me podía esclarecer la mayoría de los sucesos, estaba a mi lado y, precisamente, me había ido a buscar con esa finalidad. Lo miré, seguía con la vista fija perdida en la lejanía y el único signo de vida que presentaba era el movimiento de su mandíbula, aunque lento y parsimonioso. No quisiera estar ni en la mente ni en la piel del tipo, definitivamente no. Solo se adivinaban tormentos bajo ellas. Me sorprendió una vez más cuando habló:
—Lo escucho, pregunte lo que quiera.
Ni que hubiera sabido lo que yo pensaba, aunque tampoco había que ser muy notable para darse cuenta, en honor a la verdad. No obstante, no me permití vacilaciones y disparé, casi a boca de jarro:
—¿Qué fue lo que sucedió entre el párroco y su mujer?
Tabaco detuvo su masticar, se mordió el labio superior, expulsó un grueso escupitajo, que pasó por delante de mis narices y fue a caer en medio de los globitos que hacía la lluvia en un charco de agua, y tras un carraspeo, contestó:
—Que yo sepa, nada. Según todos los demás, se entendían. A mí no me consta, aunque siempre tendré la duda.
—¿A qué vinieron, entonces, las afirmaciones de la demás gente?
—Mire, el único que sabe tal cual lo que pasó aquella vez ahí adentro, nos mira desde arriba y usted acaba de ver cómo se comporta cada vez que alguien entra a la capilla. Entre otras cosas, para eso lo traje, para que alguien más sepa lo que allí ocurre y me saque la duda que a veces tengo, de pensar que estoy loco. Cuénteme, ¿qué es lo que vio?
Entendí perfectamente lo que sentía el tipo. Yo, en su lugar, tal vez no hubiera digerido semejante carga mental y a esta altura quizás fuera el más serio cliente del loquero más cercano.
—En principio, se siente una presión que aprieta en el ambiente, muy llamativa para el lugar. He entrado a decenas de iglesias o parroquias y lo que se percibe en ellas es la tranquilidad, la paz, el silencio que reina; a esto ya lo había sufrido aquella primera vez que vine. Y después, esa fantasmagórica aparición de la imagen de la inmensa cruz colgada, cuando bien sabemos que está en el suelo, tras la enceguecedora iluminación de un persistente relámpago, que hasta ahora estoy dudando si fue tal. Suceso que, si no se palpara que está impregnado de malicia o, al menos, de vestigios de venganza o de castigo, lo habría tomado como una aparición fantástica digna de alabanza.
Durante el tiempo que me tomó relatarle el hecho, Tabaco me estuvo mirando fijo, sin pestañear siquiera, y hasta había detenido el accionar de su mandíbula. Cuando terminé, bajó la vista, se mordió el labio y dijo:
—Tal cual —y, como sin darle importancia, agregó—, eso ocurre los días de tormenta.
Eso hizo que recordara lo que me había contado el tipo en aquel bar perdido en un camino de colonia: me había dicho que Tabaco había salido a buscar a su mujer en medio de una tormenta. Entonces habían estado dadas las condiciones para que pudiera haber ocurrido lo que pasó ahora. La pregunta era obvia, no obstante la realicé:
—¿Aquella vez sucedió lo mismo que hoy?
Había retornado al ensimismamiento, con las pupilas dilatadas y la mirada fija perdida en el infinito, tal vez añorando un tiempo pasado mejor, contestó sin cambiar su postura.
—No lo creo. Esto es consecuencia directa de aquella errática decisión del párroco. Esto es… —se tomó un respiro, como si lo necesitara, sacó su labio inferior enroscándolo sobre sí mismo, sumándole intriga al momento—… es un castigo de Dios.





Capítulo 21
De sospecha a certeza
A medida que se acercaba a la casa, en su visita posterior al reencuentro, el poco habitual viento del norte le traía presagios de tragedia. Aromas a osamenta entremezclados con los dulzones de los espinillos. Volaban panaderos desprendidos de los cardos secos y el cielo cada tanto era surcado por alguna que otra baba del diablo. Pero, eso no era todo, el ambiente estaba invadido, a pesar de la calma chicha del mediodía, por un rumor casi constante e inexplicable que él como buen hombre de campo interpretaba como anormal.
—Pucha —pensó Cicuta—, pareciera que todo me indicara que voy al encuentro de una desgracia.
Mientras más cerca de su casa estaba, más nítido se hacía el olor a podrido y ya casi no había resabios de aromas a espinillo que lo atenuaran. Ahora sí había que agregarle ese otro murmullo que había escuchado pero no identificado. Eran mugidos desesperados de vacas símiles a los de aquellas madres que no encuentran a sus terneros ya sea porque se los sacaron o simplemente por estar perdidos en la maleza. Pero, no era un solo vacuno el que balaba, era al menos una decena, por lo cual entendió que los animales estarían encerrados desde hacía tiempo. Aunque no fue eso lo que más lo alarmó, lo que sí lo hizo fue la posible causa de que aquellos estuvieran en los corrales tanto tiempo y que los hacía clamar desesperados por ayuda. Ya no tenía dudas de que los constantes mugidos provenían de la casa de su madre. Aceleró el paso, más bien corrió, pasó de un salto el portón de entrada. Ni siquiera los perros salieron a recibirlo, tal vez se habían alejado asqueados por el olor o cansados del ruido de las vacas. Pateó la puerta del cerco que rodeaba la casa, que cedió sin problemas ante el improperio. El tufo ya era casi insoportable y provenía como sospechaba del interior de la casa. Llegó desesperado a la puerta de entrada y se sorprendió de encontrarla cerrada y trancada desde adentro. Sorpresa que se acentuó al palpar las demás entradas ya que estaban todas en iguales condiciones. La sospecha que se había instalado en el camino cuando presintió tragedia iba tomando forma y rápidamente se iba transformando en certeza. Gritó, desaforado, llamando a su madre y luego a sus hermanos. Silencio. Le respondió el silencio solo interrumpido por las vacas y sus constantes mugidos. Pensó en cómo entrar a la casa pues sabía que era casi imposible forzar las aberturas, con sus gruesos postigos cerrados desde adentro y las trancas puestas. Solo había un lugar y ese era la claraboya del baño que daba al techo. Miró en derredor buscando algo que le sirviera para ingresar por allí. Manoteó un rollito de alambre de San Martín que había colgado en el cerco y sacó una piedra de un cantero de descuidadas hortensias y pensó en tirarlas arriba del techo, para luego subir él. Su idea era romper la claraboya, enganchar el alambre al techo y descender por él. Estaba actuando casi por inercia, pero, entonces, su parte razonable lo invadió y le preguntó: ¿Qué ganás con entrar? Solo que sospechen de vos. Sabés exactamente qué es lo que vas a encontrar adentro, detalle más detalle menos es lo que soñaste hombre.
Tras escuchar a su voz interior una extraña calma se apoderó de él. La sospecha ya era certeza, por más que no lo hubiera certificado con sus propios ojos. No obstante se preguntó si esa especie de desinterés, de falta de compromiso hacia sus familiares, que muchas veces sentía, sería consecuencia de la degeneración de la que él creía formar parte dentro de la raza humana. No supo responderse.
Colgó el alambre, dejó la piedra donde antes estuviera, y miró por última vez la casa que lo había cobijado y visto crecer. Dio media vuelta y se dirigió a los corrales. Les abrió la puerta a las vacas y a las ovejas que salieron atropelladamente en búsqueda de comida y agua. Luego se dirigió al granero. Era un lugar que siempre le generó rechazo, casi desde su infancia cuando recibía los duros castigos de su madre en el sótano y más aún desde que tenía la firme sospecha de que a su padre lo habían matado allí. Tal vez fue porque algo lo atraía o lo llamaba de alguna manera, o tal vez por la incomprensible morbosidad de la mente humana que nos obliga a frecuentar lugares donde han ocurrido hechos trágicos, o solo lo hizo para guardarse una última imagen del lugar, ya que no pensaba volver a pisar jamás allí.
Ni bien abrió la puerta, se quedó pasmado. Luego se dijo que definitivamente esa no era la imagen que quería archivar. No obstante, casi con seguridad, era la que quedaría grabada en sus retinas para siempre, quiera o no. Ante sus ojos y pendientes de la viga principal que sostenía el techo, había tres horcas, perfectamente alineadas y equidistantes entre sí, listas para su macabra finalidad. Y bajo cada una de ellas, estaban ubicados tres rudimentarios taburetes armados ex profeso y unidos entre ellos por una cadena, de manera que si uno se caía se derrumbaran los demás. No fuera que alguien se arrepienta a último momento. Debía  reconocer que se habían preparado muy bien para acabar en simultáneo con la rabia —pensó esto haciendo alusión a aquella frase que lo perseguía desde hacía tiempo—, pero algo falló que hizo que hayan cambiado de método, aunque no de idea.
Arrimó las puertas del granero no sin antes mirar de reojo un poco más allá y hacia abajo. La entrada al sótano estaba levantada, no obstante no tenía el más mínimo interés en saber nada más ni de su padre, ni de su madre, ni de sus hermanos. A partir de ese momento eran historia y del tipo de historia que quería olvidar.
Volvió al pueblo caminando ya que no quería que alguien lo viera y de alguna manera lo relacionara con lo que pudo haber pasado. Llamó desde un teléfono público de la terminal dando aviso a la policía sobre extraños olores que se percibían en una propiedad de la colonia y colgó cuando le solicitaron el nombre. Si querían ir iban a ir y si no, él había cumplido en avisar. Se tomó un colectivo y retornó a la ciudad con la firme certeza de que sus más oscuros deseos se habían transformado en realidad. Ya encargaría el diario del día siguiente para confirmar la noticia.

  


Capítulo 22
Esa mirada
Luego de ocurrida la tragedia de sus familiares, el tiempo transcurrió casi extrañamente sereno —si tenemos en cuenta lo que había sido su trajinar hasta el momento—, aunque trayendo brisas de progreso a la vida de José Romero. Habían muerto los perros y por ende se habían llevado la rabia. Pudo al fin consagrar su vida al sacerdocio al servicio del Señor, convencido definitivamente de haber encontrado su lugar en el mundo. En paz con su alma y con la firme creencia de no tener pendientes que arreglar o solucionar.
Estuvo haciendo las prácticas que exigía el sacerdocio en los diversos lugares a los que fue asignado, hasta que llegó el grato día en que la superioridad consideró que estaba preparado para hacerse cargo de pregonar la palabra de Dios en soledad y desde un lugar específico. Lo llamaron del arzobispado y le ofrecieron quedar al frente de —o casualidad— las tres capillas que aún tenía a cargo aquel viejo párroco al que le debía su consagración, pues él pasaría a retiro; cosa lógica por otra parte ya que debía tener sus largos ochenta años. Por supuesto, aceptó el desafío. No era lo mejor a lo que podía aspirar, pero podía adivinar que el viejo párroco lo había recomendado una vez más y habría sido muy desconsiderado de su parte negarse a ello. Haría el sacrificio de viajar a la colonia unos años y luego pediría que se le asigne algún otro destino. Hacía un buen tiempo que José Romero no cuestionaba las decisiones que lo involucraban. Es más, en general se mostraba satisfecho con lo que le tocaba y daba por sentado que era la voluntad del Señor la que decidía.
Así que Cicuta, ya hecho hombre y sacerdote, un buen día volvió a aquella modesta capilla, la que con su sola estampa lo había impregnado de la idea que hizo que tomara una de las decisiones más importantes de su vida.
Se dedicó con devoción a enseñar la palabra de Dios. La gente que concurría a la capilla lo terminó por amar sin concesiones por su simpleza, por su hablar sencillo, por sus ejemplos claros, por su sonrisa sincera, por mostrarse como uno más de ellos a pesar de su formación, y también por su mano dura cuando había que establecer criterios o castigos a la hora de tratar ciertas faltas graves.
Se encariñó con el lugar, por lo cual, con ayuda de los vecinos, construyeron una pequeña pieza detrás de la capilla donde pudiese descansar cuando tuviera ánimos de quedarse más a menudo. Cosa que él aprovechó, tomándolo como su sitio de residencia; solo viajaba los fines de semana en los que debía oficiar en las otras capillas.
Pero, ya se sabe que la vida de Cicuta parecía estar signada por algo más, por algo indescifrable que lo perseguía y no lo dejaba estar en paz por demasiado tiempo. Sus períodos buenos duraban muy poco y en esta oportunidad el lapso de tranquilidad se había extendido bastante más que en otras ocasiones. Era un domingo de otoño con un sol espléndido. Había transcurrido parte de la misa y la gente hacía fila para comulgar. El párroco les ofrecía el cuerpo de Cristo como era habitual, con la predisposición de siempre, mirando cara a cara a cada uno de los feligreses que se detenía ante él; hasta que llegó el último de la fila o, mejor dicho: la última, porque era una mujer. Cuando levantó la vista, luego de tomar la hostia, y se encontró con esos ojos pardos, se le aceleró el corazón, su respiración se entrecortó y se dio cuenta de que comenzaba a hacer calor al tiempo que tragaba saliva ruidosamente. Conocía esos ojos, vaya si los conocía. Esa mirada libidinosa, cargada de lujuria y a la vez tan rebosante de amor… de amor jamás correspondido aunque siempre presente, le era muy familiar, aunque él creía que había quedado definitivamente en el olvido. Ahora, su corazón, su pensamiento, y su no proceder: su falta de reacción ante la situación, le estaban certificando lo contrario. Se mordió el labio inferior al tiempo que reemprendía el movimiento que había quedado interrumpido, y que llevaba la hostia hacia los labios entreabiertos y palpitantes de la siempre atractiva Rosita Martínez.




Capítulo 23
El final
Tabaco terminó de contarme el episodio de la atrayente historia de Cicuta y se quedó mirándome fijo, ansioso, como tratando de discernir si yo había comprendido todo lo que él deseaba que comprendiera. Recién en ese momento vislumbré una posible relación existente entre aquella historia y la que él me estaba contando.
—O sea que la mujer que murió con el cura acá en la capilla era Rosita Martínez…
Asintió con la cabeza sin dejar de mirarme, con los ojos desorbitados, como alentándome a que siguiera con mis asociaciones.
—Y el cura era Cicuta
Volvió a asentir sin siquiera pestañear.
—O sea que Rosita Martínez era su mujer…
Esta vez parpadeó, un tanto molesto, aunque resignado ante el reconocimiento de la irremediable verdad. Hizo un movimiento de cabeza que me indicó que yo estaba en lo cierto.
—Pero… ¿Cómo? ¿No era que su señora se llamaba Ana Lía?
—Ana Lía Rosa Martínez. Le decían Rosita desde que era chica.
—¡Diablos! —no pude evitar maldecir—. ¡Diablos! ¡Que me parta un rayo si el mundo no es pañuelo!
—Tal cual y por las dudas no se acuerde de los rayos —agregó, con un toque de humor negro o sarcasmo muy propio de él.
—Claro… Ahora sí es como que todo cierra —dije, pensativo, y después de una pausa, pregunté—: ¿Cómo fue que usted supo de toda la historia de Cicuta?
—Yo me casé con Rosita conociendo la relación que ellos habían tenido y, no me pregunte por qué, pero siempre le creí a mi mujer cada cosa que me contó. Era una de esas personas que hacen que uno confíe ciegamente en ellas. Yo sabía que continuaba perdidamente enamorada de él y acepté casarme con ella consciente de que Cicuta estaba desaparecido y podía volver cualquier día y hacer que nuestra relación se vaya al diablo, aunque él no se lo propusiera ya que eso podía ocurrir con su sola presencia. Imagínese lo que sentí cuando Rosita me contó que lo había encontrado en la parroquia. Por supuesto, cuando me aclaró que era el párroco me quedé más tranquilo. Usted no se imagina la cara de felicidad que ella tenía por volver a verlo después de tantos años. ¿Quién era yo para prohibir que se vieran, cuando estaba enterado de todo lo que había ocurrido entre ellos y había aceptado que Rosita fuera mi mujer conociendo sus profundos sentimientos hacia Cicuta? Se encontraban casi todos los días, y charlaban horas y horas, y yo estaba al tanto de lo que hablaban porque Rosita me lo contaba. Por eso conozco la historia de él con todos los detalles.
—¿Y, cómo fue que ocurrió lo de sus muertes?
—Fue muy simple, pasa que la gente se alimenta de habladurías y cada cuál que escucha la historia cuando la transmite le agrega su parte, como usted por ejemplo que trató de darle un toque más misterioso que lo que le contaron —la ligué de carambola, aunque acepto mi culpabilidad—. Un tiempo antes y debido a las fuertes tormentas que castigaban la zona, colocamos encima de la capilla un pararrayos con conexión a tierra a través de un grueso cable similar a los de alta tensión, que bajaba por uno de los laterales de modo que la mayor descarga eléctrica se realizara por él y no por intermedio de la estructura de la construcción. Cicuta, valiéndose de los conocimientos adquiridos por medio del duro trabajo diario realizado en su juventud que lo obligó a saber de todo un poco, preparó el terreno para cuando se produjera una tormenta eléctrica. Tendió un alambre acerado casi invisible a simple vista conectado al cable que bajaba del pararrayos. Lo pasó por una de las altas ventanas, luego por las cadenas que sostenían la cruz y dejó la punta colgando para tomarse de ella cuando estallara la tormenta, que como usted sabe ocurren y muy seguido por acá. Hay que reconocer que el hombre tuvo el azar a su favor porque no es fácil programar algo como eso y que resultara tal cuál como lo pensó. Evidentemente el tipo estaba muy convencido de hacer lo que hizo y, al fin y al cabo, terminó por comprender la idea de su voz interior que tantas veces le había recalcado aquello de muerto el perro se acabó la rabia. O sea que, finalmente entendió que tal frase era aplicable a su persona y no a los demás que conformaban su familia como había creído siempre.
—En cuanto a lo de la desnudez de ambos al morir se preguntará usted. Tal vez presintiendo su eminente final, a último momento dio rienda suelta a sus bajos instintos con la única mujer que amó y que nunca supo por qué siempre rechazó. Tal vez se dio cuenta de que había perdido el tiempo, que había sido en vano todo su sacrificio y quiso compensar aunque sea con migajas a esa mujer que él injustamente había considerado indigna de él. O, quizás, al final comprendió que no servía de nada tratar de negarse a los mandatos de los genes. Nunca sabremos exactamente qué fue lo que pasó por su cabeza, que lo llevó a quitarse la vida junto a su amada de toda la vida. El accionar de ella, mirándolo desde su punto de vista, tal vez sea un tanto más comprensible teniendo en cuenta la magnitud de los sentimientos que siempre tuvo por él.
Tabaco, al terminar de hablar, levantó la cabeza mirando al cielo y caminó unos pasos alejándose de mí. Llenó sus pulmones de aire y luego se desinfló haciendo mucho ruido como aliviándose de redondear la historia. Repitió la acción un par de veces. Luego giró, avanzó hacia mí y me miró fijo, como lo había hecho un rato antes a la espera de que yo haya comprendido como se entrelazaban ambos sucesos; con esa mirada inquietante e indescifrable que poseía. Como después de transcurrido un extenso minuto, seguía observándome del mismo modo sin soltar palabra, me impacienté:
—¿Qué? ¿Por qué me mira así? ¿Qué pasa?
Me observó socarronamente unos segundos más y luego, cortante y profundo, clavó el estiletazo:
—Sabe que el padre de Rosita y la madre de Cicuta en algún momento se entendieron…